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Columna
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Señoritos de mierda

No había afán de verdad en las ideas ni, por lo mismo, altura moral para defenderlas

El diputado Gabriel Rufián enseña unos grilletes al ministro Zoido en el Congreso de los Diputados.
El diputado Gabriel Rufián enseña unos grilletes al ministro Zoido en el Congreso de los Diputados.@ Julian Rojas (EL PAÍS)

El 5 de julio de 1919, Eugen Leviné, uno de los líderes de la Liga Espartaquista, se dirigió al tribunal que lo condenaba a muerte: “Nosotros, los comunistas, somos todos cadáveres de permiso. Soy plenamente consciente de ello. No sé si prolongaréis mi permiso o si tendré que unirme a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. En cualquier caso, espero vuestro dictamen con compostura y serenidad (…). Pronunciad el veredicto si lo creéis justo. He luchado por frustrar vuestro intento de manchar mi actividad política, el nombre de la República Soviética a la que tan íntimamente unido me siento, y el buen nombre de los trabajadores de Múnich. Larga vida a la Revolución Comunista Mundial”. Sin estar de acuerdo con la decisión de su partido de proclamar la República Socialista de Baviera, Leviné la asumió como propia y encabezó el levantamiento.

Muy lejos del comportamiento de los líderes independentistas. Hemos asistido a todas las variantes explotadas por los escolares pillados en falso: no era de verdad, no estábamos preparados, no teníamos estructuras de Estado. Sencillamente, no se tomaban en serio. No solo a ellos mismos, tampoco a sus apuestas políticas, que abandonan ante las menores dificultades. Un diagnóstico que vale también para los voceros académicos que les suministraron las fantasías con las que traficaron.

No había afán de verdad en las ideas ni, por lo mismo, altura moral para defenderlas. Sus propios correos cruzados muestran que, aun conscientes de la naturaleza averiada de la mercancía, no dudaron en llevar la chatarra a la plaza pública, sin importarles ni la paz civil ni los líos en los que embarcaban a quienes la comprasen.

Algo hemos aprendido: la excelencia política catalana era un cuento. Incluso lo han descubierto en un Madrid impermeable a los Rufián o Tardà, esos experimentos cruciales. Los extravagantes diputados no son la excepción, sino la expresión más depurada de una clase política. Su sintaxis, desordenada, era la de tantos. Y en el horizonte, Marta Rovira.

No faltan explicaciones del triste nivel. Mi favorita: Cataluña carecía de un sistema de selección natural de las élites políticas, ese que obligaría a administrar las palabras por temor a un titular que perdure como una foto en las Azores. Cualquier cosa valía, recocida en el caldo nacionalista. Recuerden: cuando se aprueba el Estatut, los periodistas en pie aplauden a sus políticos. Recuerden: un editorial conjunto retando al Tribunal Constitucional.

No había filtro ni tampoco material que filtrar. Sobre esto, sobre los mimbres, hasta la hora precisa de la teoría social, me quedo con las premonitorias líneas de Marsé: “¿Qué otra cosa puede esperarse de los universitarios españoles, si hasta los hombres que dicen servir a la verdadera causa cultural y democrática de este país son hombres que arrastran su adolescencia mítica hasta los cuarenta años? Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda”.

El párrafo entero es mejor. Vuelvan a la novela y lo entenderán casi todo. Se escribió hace cincuenta años.

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