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La vida del excéntrico millonario que fascinó a Hemingway y Scott Fitzgerald

Richard Halliburton, retratado a su llegada a Los Ángeles junto a dos admiradoras.
Richard Halliburton, retratado a su llegada a Los Ángeles junto a dos admiradoras.Getty

Richard Halliburton, un rico y caprichoso explorador estadounidense de comienzos del siglo XX, viajaba para comprobar que lo que había leído en los libros era real

EN EL VERANO del año 2000 adquirí en una librería de lance de Bath un libro de viajes titulado New Worlds to Conquer (Bobbs-Merrill Company. Indianápolis, 1929), escrito por un tal Richard Halliburton. Lo compré porque se trataba de un ambicioso viaje por América Latina que incluía una pintoresca estancia en Lima y Cuzco y porque —para qué vamos a negarlo— me pareció reconocer a mi abuela en las fotos de un capítulo titulado ‘Lima ­Nights’, donde encima aparecía citada por su nombre de pila (¡miedo me dio!). Sin embargo, leído entonces y repasado ahora, me alegro de haberlo adquirido, porque años después descubrí que Richard Halliburton (1900-1939) fue un rico y caprichoso explorador norteamericano cuyas aventuras fascinaron a ilustres contemporáneos como Hemingway y Scott Fitzgerald. La aureola romántica de Halliburton no se apagó ni siquiera después de su muerte, pues desapareció en el Pacífico mientras navegaba en un junco chino y su épica de niño rico malogrado conmovió a Susan Sontag, Paul Theroux y sospecho que también a mi abuela.

New Worlds to Conquer fue un viaje fastuoso que comenzó en México, siguió por Guatemala y continuó por Panamá —­donde, como buen sportman, atravesó a nado el canal— hasta que recaló en Perú. Después de conocer Machu ­Picchu, Halliburton visitó la isla chilena de Juan Fernández en busca del rastro del náufrago escocés Alexander Selkirk, luego pasó a Buenos Aires y enderezó el rumbo a las cataratas del Iguazú, atravesó la selva amazónica hasta Río de Janeiro y ahí embarcó hacia el presidio de la Isla del Diablo en la Guyana francesa, porque había decidido vivir unos meses como Robinson Crusoe. El libro consiente una lectura intertextual, pues son reconocibles las citas de Prescott, Ricardo Palma, el Inca Garcilaso, Voltaire, Cunninghame Graham y Daniel Defoe, entre otros autores que salpimentan la lectura de sus capítulos. Es decir, que Richard Halliburton viajaba para contrastar lo que había descubierto en los libros.

Halliburton no fue un gran cronista, pero en sus libros reconocemos en agraz las virtudes y defectos de posteriores artistas de la crónica

Así, en The Royal Road to Romance (1925) recorrió Sevilla, Granada, El Cairo, Cachemira y Tokio; en The Glorious Adventure (1927) atravesó el Egeo para reconstruir la Odisea, y en The Flying Carpet (1932) contrató a un aviador para hacer fotografías aéreas desde Sevilla hasta Damasco, pasando por Gibraltar, Fez, Argel, El Cairo y Petra. Halliburton fue un entusiasta de las cámaras, pues sus libros tienen bellas ilustraciones tomadas por él mismo o por artistas contratados ex profeso, como su paisano Ewing Galloway o el cuzqueño Martín Chambi. De hecho, Halliburton fue muy escrupuloso con los derechos de los fotógrafos, precisamente para hacer valer el copyright de sus propias instantáneas.

Halliburton no fue un gran cronista, pero en sus libros reconocemos en agraz las virtudes y defectos de posteriores artistas de la crónica como Bruce Chatwin, a quien le reprocharon incluir ficciones en sus libros de viajes. ¿Quién no ha leído que la muralla china es visible desde la Luna? Eso no lo dijo ningún astronauta, sino Richard Halliburton en Second Book of Marvels (1938). ¡Así se cameló a mi abuela! 

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