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Columna
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El nativismo catalán

La Cataluña binaria, fruto del catalanismo independentista, ha creado así un parteaguas étnico

Antonio Elorza
Marta Pascal, Artur Mas y Neus Munte, miembros de la direccion del PDeCat, durante el Consejo Nacional del partido en la universidad Pompeu Fabra.
Marta Pascal, Artur Mas y Neus Munte, miembros de la direccion del PDeCat, durante el Consejo Nacional del partido en la universidad Pompeu Fabra. Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

La distribución de los apellidos en las listas de las candidaturas puede o no ser relevante. En el País Vasco lo es, ahí están los ocho apellidos vascos, pero la sorpresa es que el sesgo identitario se manifiesta aun más en Cataluña, y no solo entre los seguidores de Puigdemont que hace poco saltaron a primer plano. En una región donde el predominio de los apellidos no autóctonos es abrumador y la veintena de primeros en Barcelona está copada por ello, tropezamos con una relación invertida en cuanto a la futura distribución de aquellos en el Parlament.

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En el polo más radical del espectro, tenemos al PDeCAT, donde más de nueve sobre diez candidatos son “catalanes puros” en la franja con opciones de ser elegida. En lugar destacado, el dos, Jordi López, si bien imaginamos que más por su encarcelamiento que por otra cosa. Ha sido comentada la inclusión del valioso politólogo Ferrán Requejo, pero es que va de 80. Algo menos espectacular, pero siempre rotunda es el siete apellidos autóctonos sobre diez en ERC, y más acusada, ocho sobre diez en los verosímilmente elegibles de la CUP. Hay más equilibrio en los comunes, pero el primer frente de cinco es autóctono. Y por supuesto en el PSC, mientras los apellidos hispánicos dominan, cerca del copo, en PP y Ciutadans.

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La Catalunya binaria, fruto del catalanismo independentista, ha creado así un parteaguas étnico, desde el cual el colectivo autóctono trata abiertamente de imponer su concepción del país ajena a la pureza de sangre. Esto choca con la imagen integradora que fuera propia de Cataluña, por encima de los conflictos y de los impulsos xenófobos. Pero es el mundo de Puigdemont (antes de Pujol y de su elocuente esposa) el que creyó y sigue insistiendo, conforme prueban sus candidaturas, en que el poder en Cataluña corresponde por derecho propio a los catalanes de pura cepa. Los demás pueden integrarse en el plano cultural, hacer protestas de patriotismo, pero el poder no les toca. Desde los tiempos de “Súmate”, a los advenedizos les es asignado un papel simbólico —su único diputado no repite—, salvo cuando su celo es tal que en expresión de agresividad van más allá del peor autóctono (Rufián).

Nada tiene de extraño que en ese empeño de imponer el independentismo desde los sectores que llamaríamos nativistas, renunciando al papel de crisol desempeñado históricamente por la sociedad catalana, haya sido preciso ejercer un monopolio totalista de la comunicación y saltarse siempre la democracia. Es el revelador consejo del “exconstitucional” Carles Viver, triste figura, ante un registro: "No colabores con nada, no les hables”. Son los otros.

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