La lucha final
NO ES LA FOTO de una instalación artística. Pertenece a un momento de la vida real. Los dueños de esos gorros son soldados, no importa ahora de dónde, que están celebrando una reunión en el Pentágono. En el Pentágono, se dice pronto, uno de los lugares de este funesto mundo donde se toman decisiones que marcan el rumbo de la historia. Fíjense bien: ni un abrigo, ni una casaca, ni una guerrera, ni una capa, nada, excepto los sombreros, que inevitablemente evocan al cerebro debido a que la frontera entre aquellos y este es un poco difusa. Alguien, quizá el general más veterano, debería haber advertido al resto de que las metáforas las carga el diablo y que los fotógrafos están a la que salta. He ahí el problema de que en las escuelas militares no se estudie retórica. Resulta que en un artefacto repleto de perchas para colgar de él las prendas que representan al cuerpo y entrar en la reunión libre de cargas, han preferido abandonar los cerebros.
Así va el mundo.
Lo peor, con todo, es que los han dejado de cualquier forma, unos encima de otros, sin orden ni concierto, de manera que sería imposible averiguar si hay o no hay una jerarquía. No sabemos quién manda. No obstante, mande quien mande, observen el susto de las perchas, que van haciéndose fuertes, poco a poco, en el lado derecho de la barra. Agrupémonos todas en la lucha final, parecen decirse frente a esa cantidad desusada de encéfalos castrenses amontonados en un mueble diseñado para otros contenidos.
—No corráis, que es peor —da la impresión de gritar la más alejada del grupo.
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