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Cómo decide nuestro cerebro a quién le echamos la culpa de algo

Y, muy importante, cómo no convertirnos nosotros en la cabeza de turco de otros

Errar es humano. El hombre lleva metiendo la gamba desde que se puso de pie. Y casi tan asiduo es errar como intentar echar balones fuera. Escuchar un "lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir" es prácticamente una quimera, porque la fórmula se pronuncia cuando el fallo es realmente evidente. Y a veces ni aún así. Pero, ¿qué procesos se desencadenan en la mente que nos llevan a elegir un culpable?

Científicos cognitivos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) han vinculado la atribución de las culpas al concepto de la simulación contrafáctica, el clásico "y si...?" que utilizamos para evaluar posibles escenarios, cómo se hubiera desarrollado una determinada situación de haber ocurrido de otra forma. Utilizando la tecnología que rastrea los movimientos oculares involuntarios, el equipo de expertos ha concluido que este es el mecanismo que empleamos las personas para echar la culpa a uno o a otro.

Los investigadores filmaron 18 vídeos en los que se plasmaban otros tantos resultados posibles para la colisión de dos bolas de billar: impactando de diferentes maneras, describiendo un recorrido hacia la derecha, hacia la izquierda, saltando de la mesa o sin llegar siquiera a tocarse. Y preguntaron a los voluntarios qué creían que iba a ocurrir.

Después, durante el visionado, analizaron los movimientos de sus ojos y comprobaron que todos ellos imaginaban los posibles resultados mientras describían con su mirada, de forma casi imperceptible, el recorrido que habían imaginado que seguirían las bolas.

La simulación contrafáctica es aplicada, por ejemplo, por los árbitros de fútbol que deben ser capaces de juzgar si hay o no penalti, o por alguien que presencia un golpe entre dos coches. Pero es también un proceso que atiende a aspectos más privados, más emocionales.

Sirve para adivinar qué le pasará a la bola roja cuando la blanca impacte sobre ella y para conocer la motivación que lleva al estudiante que ha suspendido a decir que el profesor "le tiene manía".

Entendemos la realidad como una causa-efecto

"El ser humano concibe la realidad de forma causal y, si lo que ha sucedido es suficientemente importante, necesita achacarlo a algo o a alguien", asegura Raúl Padilla, psicólogo experto en terapias de pareja, un ámbito en el que la culpa es un término más que habitual.

Padilla explica también que la incertidumbre no se lleva bien con la mente humana y quizá por eso, en la búsqueda de una causa —de un culpable—, caemos en una visión algo simplista de la realidad que nos rodea: "Nunca hay causas y efectos aislados, todo se produce dentro de un contexto".

Lógico. Si no sería demasiado fácil. Pero, ¿por qué esta tendencia a buscar culpables? "Efectivamente, tenemos una cultura de la culpa muy desarrollada: nos sentimos mal cuando hacemos lo que no debemos", plantea Miguel Ángel Cueto, psicólogo y director del centro CEPTECO, gabinete especializado en terapia de conducta. Y añade: "El problema es que uno no se puede llevar mal consigo mismo, y por eso tendemos a echar la culpa a los demás".

La raíz del concepto de culpa es también educativa según Susana Martínez Lahuerta, psicóloga clínica especialista en modificación de conducta: "El valor que se concede a una persona, en nuestra sociedad española, se calcula en función de lo que sabe hacer, pero no damos ninguna importancia a los errores que haya cometido como motor de aprendizaje".

Así se explica que nos cueste tanto aceptar que nos hemos equivocado. "Todo lo negativo nos molesta y echar la culpa al otro es un gran recurso", completa Martínez Lahuerta, "porque la mente prefiere desligarse de lo que trae consigo una consecuencia negativa".

¿He sido yo?

Ante una acusación, primero habría que "analizar la relación real que tenemos con el fenómeno con el que se nos vincula y, segundo, comprobar hasta dónde llega nuestra responsabilidad", repasa el psicólogo Raúl Padilla. Ese es el inicio del camino, que luego pasará por asumir nuestra responsabilidad y actuar en consecuencia, pidiendo en su caso disculpas por el daño causado y prestándonos a restaurarlo.

Pero, sobre todo, hay que evitar vivir instalados en el pensamiento Steve Urkel, del “¿he sido yo?”. Explican los expertos que aquellos que tienden a atribuir la responsabilidad de sus fallos a los demás son personas con una percepción hipersubjetiva de la realidad y con un alto nivel de intolerancia a las emociones negativas, pero también recalcan que cada uno es el conductor de su propia vida.

“En psicología, existe una técnica llamada ‘Entrenamiento en solución de problemas’. Antes de lanzarse a cualquier acción, independientemente del resultado que vayamos a obtener, conviene analizar los pros y contras”, repasa Martínez Lahuerta. De esta forma, sea o no errada la decisión, cada uno podrá determinar qué es lo que ha ocurrido y detectar el fallo, pudiendo así adivinar de forma más fiel quién ha jugado qué papel.

Asimismo, siempre habrá que ser conscientes de que la responsabilidad última será propia. “La mayoría de los seres humanos hacemos las cosas por desidia, por olvido o por impericia, pero no por malicia”, afirma Miguel Ángel Cueto. Y ello, sumado a que la decisión final será siempre personal, lleva a pensar que aunque el consejo o la actitud del otro no haya sido la correcta, la decisión final sobre cómo sobrellevar o atacar la situación habrá sido personal, privada. En definitiva, nuestra.

Por eso, echar balones fuera puede ser un recurso para sentirnos mejor, pero raramente responderá al justo reparto de papeles. Aunque sí conviene diferenciar entre la responsabilidad y la culpa: el otro podrá asumir cierto grado de la primera, aunque no la segunda en su amplitud total. Porque un amigo podrá haber animado a otro a invertir en una empresa de globos aerostáticos, con el convencimiento de que ese es un negocio en auge, pero la decisión del inversor habrá sido jugarse su dinero.

Ahora sí: cómo no cargar con culpas que no son suyas

Porque tan malo es escurrir el bulto como ser el que recibe la recriminación. Entonces, ¿cómo no acabar siendo el cabeza de turco? Calma, que se puede: “Esta persona tiene que hacer un análisis objetivo de la situación y hacerle ver la realidad al emisor, siempre con calma y sosiego”, avanza la psicóloga Martínez Lahuerta. Explica también que si la otra persona es abordada con argumentos pausados pero contundentes será capaz de entender, finalmente, que la decisión última que le ha llevado a su situación fue exclusivamente suya.

‘Yo te aconsejé con la mejor de mis intenciones y te pido disculpas. El consejo era malo, sí. Pero no fue con mala intención’. Fin. Poco más hay que hablar. Ahora, se podrá asumir un papel que permita brindar ayuda para solucionar el entuerto, para reconducir la situación, pero en ningún caso habrá que asumir la culpa. A no ser, claro está, que el consejo o la acción fueran deliberadamente maliciosas. Pero ese es otro tema,

Y dijo el sabio: “Tropecé dos veces, y con la misma piedra; tropecé dos veces, y con el mismo pie”. Bien, quizá lo de sabio sea excesivo. Mejor digamos experimentado. Julio Iglesias ponía música en los ochenta a la humana práctica de cometer dos –y tres, y cuatro, y cinco– veces el mismo fallo.

No aclaraba, eso sí, si asumía o no la culpa. Pero la conclusión, según las voces autorizadas, es que el problema no es errar, sino errar muchas veces en lo mismo. Y, más allá, el problema está en errar y, además, hacerse un Steve Urkel.

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