España paga cara su indiferencia
Se ha cedido al independentismo todo el terreno, mientras el país miraba para otro lado
Se ha puesto mucho énfasis estos días, tras el barómetro del CIS, en un dato: Cataluña se ha convertido en un gran problema nacional, concretamente el segundo tras el paro. Aunque la cocina electoral del CIS rara vez deja espacio en los titulares para otros datos, esta vez sí se ha colado este bajo los focos mediáticos para celebrar que la sociedad toma conciencia del impacto del procés y del cráter que dejará. O eso dicen. Por mi parte, encuentro poco asombroso ese 29%. Si acaso me asombra que sólo sea un 29%. Cataluña ha desafiado la unidad de un Estado de derecho, ha debilitado el prestigio de España, ha envenenado la política, ha sembrado de minas la recuperación económica… Cuesta creer que ni siquiera uno de cada tres españoles identifique esto entre los grandes problemas del país.
Claro que un 29% representa un notable progreso si se considera que en septiembre, hace apenas dos meses, cuando ya se precipitaba el desastre con la esperpéntica aprobación del soporte legal del 1-O, esa preocupación sólo llegaba al 7%, y muy lejos de otros asuntos. A comienzos de verano, sólo el 2,6%, por detrás de juventud, inseguridad ciudadana o crisis de valores, y así hasta 14 ítems. Y ha estado casi siempre bajo el 1%. Sólo hace seis meses, en mayo, 0,9%, cuando ya se desobedecía al Constitucional... y así va la serie.
Cuesta creer que esto hubiera podido suceder en cualquier país del entorno occidental. Es inimaginable que en Francia o EE UU se hubiera llegado al caos final; o en Alemania o Italia, donde ya se ha advertido de la prohibición sin mayor escándalo. Y en ninguno, tampoco Reino Unido donde han pagado con el Brexit su miopía eufórica sobre las virtudes engañosas de un referéndum como advierte Letta en Hacer Europa y no la guerra, es concebible que la sociedad se desentendiera de una operación fuera de la ley. En España, en cambio, se ha desarrollado el golpe institucional a cámara lenta, con la inacción táctica de unos líderes que fomentaban la apatía colectiva. Mientras allí se gritaba “¡i-inde-independencia!”, para los demás era “i-indi-indiferencia”.
Parece voluntarista tratar de ver un síntoma saludable en ese desdén colectivo ante el delirio catalán; como si la ciudadanía pensara que era sencillamente ridículo todo eso de la conquista heroica de la libertad frente al Estado autoritario. No, la ciudadanía no pensaba eso. De hecho, todo indica que no pensaba. Los datos del CIS delatan la indiferencia, que Edwards intuyó en la esencia del alma española. Y quizá también ese conformismo español que, como ironizaba Pablo Castellano, “lo mismo se adapta a Leovigildo que a Franco o Felipe”. La sociedad española ha tardado en reaccionar dentro y fuera de Cataluña; hasta la manifestación del 8-O. Esa sacudida fue importante, pero no se puede obviar que pocos meses antes la inquietud apenas llegaba al 2%. Casi todo ha ocurrido tarde, un mal nacional clásico. Hay que señalar a los culpables, pero también hacer autocrítica. Se ha cedido al independentismo todo el terreno, todo el relato, toda la iniciativa, mientras el país miraba para otro lado. Y eso se pagará. De hecho, se está pagando.
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