El porno de la indignación moral
EL TÍTULO de este artículo no es mío sino de la psicóloga Molly Crockett, quien usó esas palabras en una conferencia pronunciada el mes de mayo pasado en la Oxford Martin School. Crockett explicó que la indignación moral tuvo un origen social en parte beneficioso porque, en pequeñas comunidades, servía para prevenir daños futuros y promover la solidaridad grupal; sin embargo, en las comunidades masivas creadas por Internet y las redes sociales, la indignación moral se convierte sobre todo en un instrumento de venganzas personales, de linchamientos realizados en secreto y desde la comodidad de un sillón, de búsqueda de prestigio social y audiencia a cualquier coste, incluido el de destruir vidas ajenas. Con un añadido determinante: la psicología experimental ha demostrado que quien se indigna y castiga a otro por la violación supuesta o verdadera de una norma no lo hace por motivos morales, para evitar que la violación se repita, sino porque haciéndolo obtiene una gratificación personal —así compensa sus propias deficiencias, satisface el apetito de destrucción del otro y se presenta como un individuo virtuoso—, aunque la historia que se cuenta a sí mismo el indignado es desde luego la opuesta. Este fariseísmo tóxico es el porno de la indignación moral.
Esta sospecha se vuelve casi una certeza al comprobar que los políticos que más se indignan con la corrupción cuando no están en el poder son los que más se corrompen cuando llegan a él.
Que Crockett lleva razón lo comprobamos a diario. ¿Cuál es el fenómeno que más indignación moral causa en España? La corrupción, por supuesto, y en particular la corrupción de los políticos. Lo extraordinario es que esto no ocurre en un país fundamentalmente honesto, sino en un país fundamentalmente corrupto, un país de pícaros en el que quien paga sus impuestos pudiendo no pagarlos es un tonto del culo; cosa que invita a sospechar que quienes más se enfurecen con los políticos corruptos, exhibiendo su virtuosa indignación moral, no lo hacen porque esos políticos hayan robado a manos llenas, sino porque no han podido hacerlo ellos. Esta sospecha se vuelve casi una certeza al comprobar que los políticos que más se indignan con la corrupción cuando no están en el poder son los que más se corrompen cuando llegan a él: es lo que ocurrió a mediados de los noventa con el PP de Aznar, que tomó el poder indignadísimo por la corrupción del PSOE de González y con los años se ha convertido en la quintaesencia de la corrupción, y es lo que, si no se cambian las leyes que la alientan o facilitan, ocurrirá cuando Ciudadanos, el PSOE o Podemos lleguen al poder. En cuanto a Internet y las redes sociales, es indudable que nos han deparado beneficios fabulosos, pero también que han dado voz, además de a personas más o menos cuerdas y decentes, a millones de perturbados, canallas, analfabetos funcionales, psicópatas de manual, tontos cultos, enfermos de rencor, locos peligrosos y malnacidos irredentos; no es que estos indeseables no existieran antes —una de las formas más necias y bien vistas de la indignación moral es la que clama contra las ilusorias maldades universales del presente en nombre de las ilusorias bondades universales del pasado—, sino que antes existían filtros para ellos y casi sólo envenenaban a sus familias y amigos (quizá ni eso, porque sus familias y amigos los conocían y no les hacían ni puñetero caso), mientras que ahora pueden envenenar a medio mundo (que no los conoce y por eso les hace caso). En fin, para acabar de una vez con el prestigio acrítico e hipócrita de la indignación moral bastaría con ver grabaciones de mítines de Hitler y Mussolini, siempre furiosamente indignados con el mundo, o con recordar que el periodista que desde hace décadas mejor se indigna en España es Federico Jiménez Losantos. Porno duro.
Todo esto no significa, claro está, que a veces la indignación no sea inevitable, natural o necesaria; significa que hay que desconfiar de la indignación, empezando por la propia, y en especial de los indignados profesionales: suelen ser unos profesionales de la indecencia. Significa sobre todo que, frente a la arrogancia exhibicionista de quien se indigna ante el vicio para alardear de su propia virtud, está la humildad de quien practica la virtud en secreto, que es la única forma de practicarla.
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