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Columna
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Las palabras ofendidas

Javier Marías

EN ETAPAS TURBULENTAS, cuando los acontecimientos cambian en cuestión de horas, es aún mayor fastidio escribir sabiendo que lo escrito llegará a los lectores dos semanas más tarde. Pero en el asunto catalán hay algo que no se habrá alterado ni se alterará jamás, y es el desaforado y ofensivo vaciamiento, o abaratamiento, de las palabras. Los políticos independentistas catalanes, y no sólo ellos (también los dirigentes de Omnium y la ANC, antes Casals y Forcadell, ahora Cuixart y Sànchez, a los que nadie ha elegido y que sin embargo se han proclamado representantes máximos de su país), llevan muchos años ofendiendo a mansalva. Pero no me voy a referir a los incontables agravios a los demás españoles, con predilección por extremeños, andaluces e inicuos madrileños. Dejemos eso de lado, no demos importancia a lo que carece de ella.

La gran ofensa es contra quienes sí están o han estado de verdad oprimidos y privados de libertad, contra quienes no han disfrutado de un átomo de democracia en sus vidas y jamás han votado.

No, las ofensas mayores han sido contra el mundo, tanto el del presente como el del pasado, y se han producido a través de la banalización constante de palabras de peso, serias, que no se pueden utilizar a la ligera sin cometer una afrenta. Un país con un autogobierno mayor que el de ningún equivalente europeo o americano (mayor que el de los länder alemanes o los estados de los Estados Unidos), que lleva votando libremente en diferentes elecciones desde hace casi cuatro décadas, a cuya lengua se protege y no se pone la menor cortapisa; que es o era uno de los más prósperos del continente, en el que hay y ha habido plena libertad de expresión y de defensa de cualesquiera ideas, en el que se vive o vivía en paz y con comodidad; elogiado y admirado con justicia por el resto del planeta, con ciudades y pueblos extraordinarios y una tradición cultural deslumbrante…; bueno, sus gobernantes y sus fanáticos llevan un lustro vociferando quejosamente “Visca Catalunya lliure!” y desplegando pancartas con el lema “Freedom for Catalonia”. Sostienen que viven “oprimidos”, “ocupados” y “humillados”, y apelan sin cesar a la “democracia” mientras se la saltan a la torera y desean acabar con ella en su “república” sin disidentes, con jueces nombrados y controlados por los políticos, con la libertad de prensa mermada si es que no suprimida, con el señalamiento y la delación de los “desafectos” y los “tibios” (son los términos que en su día utilizó el franquismo en sus siempre insaciables depuraciones). Se permiten llamar “fascistas” a Joan Manuel Serrat y a Isabel Coixet y a más de media Cataluña, o “traidor” y “renegado” a Juan Marsé. Ninguno debería amargarse ni sentirse abatido por ello: es como si los llamaran “fascistas” las huestes de Mussolini. Imaginen el valor de ese insulto en los labios que hoy lo pronuncian.

La gran ofensa es contra quienes sí están o han estado de verdad oprimidos y privados de libertad, contra quienes no han disfrutado de un átomo de democracia en sus vidas y jamás han votado. Para empezar, contra todos los españoles que vivimos y padecimos el franquismo, bajo el cual no había partidos políticos ni libertad de expresión alguna, y un estudiante se podía pasar dos años en la cárcel por arrojar octavillas; un sindicalista, no digamos. No sólo los catalanes lo sufrieron, ni los que más, y fueron muchos sus conciudadanos que lo abrazaron y fortalecieron. Es una ofensa contra las poblaciones de Irak y Siria que están o han estado bajo el dominio del Daesh, eso sí es opresión y humillación sin cuento. Contra las mujeres saudíes y de otros países musulmanes, en los que carecen de derechos y viven convertidas en menores de edad o en esclavas conyugales. Contra los cubanos, que no han podido votar nada desde hace seis decenios; contra los chilenos y argentinos de sus respectivas dictaduras militares, cuando a la gente “se la desaparecía” y torturaba. Hablar de los “métodos de tortura” de la policía el 1-O, como ha hecho Anna Gabriel desfachatadamente y con mentira confesa, es un inconmensurable agravio a cuantos sufren y han sufrido torturas verdaderas en el universo. En cuanto a la “represión salvaje” de ese día, no sé qué adjetivo podrían encontrar entonces para las cargas de los grises en la dictadura, que muchos todavía hemos conocido. En ellas, y en otras incontables a lo ancho del globo, sí que se hacía y se hace daño, en Venezuela hoy sin ir más lejos. La policía y la Guardia Civil se deberían haber abstenido de emplear una sola porra, pero calificar su actuación de “brutal” y “salvaje” es desconocer la brutalidad y el salvajismo. Por fortuna. Y ojalá que las generaciones actuales los sigan desconociendo.

La de las palabras manoseadas y profanadas es la mayor ofensa y la mayor falta de respeto. Más incluso que la tergiversación de los números, practicada cuando en las últimas elecciones catalanas un 47% o 48% quedó convertido por los caciques y los cazabrujas (no por todos los independentistas, claro) en “una mayoría nítida” y “un claro mandato” del pueblo entero. Ese fue ya el aviso de que nos encontramos, en efecto, ante émulos de Mussolini que extrañamente se dicen oprimidos, sin libertad y humillados, y que cometen la infamia de llamar “fascistas” a sus venideras víctimas.

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