Trevor Noah, tu nuevo ídolo y el de catorce millones más
TREVOR NOAH (Johannesburgo, 1984) nació contra la ley. Hijo de padre blanco y madre negra, fue el fruto de la rebeldía en un país que condenaba la unión entre razas. Conoció la pobreza, el apartheid y la convulsión étnica. Sufrió la violencia doméstica y tuvo un padrastro que atravesó la cabeza de su madre de un balazo. Noah pudo ser muchas cosas en esta vida, pero logró la que nadie, ni él mismo, hubiera esperado el día en que se tiró con su progenitora de un coche en marcha para evitar ser linchado: erigirse en uno de los grandes de la comedia americana.
Desde su tribuna televisiva en el programa The Daily Show, el sudafricano disecciona, satiriza y vapulea la actualidad de Estados Unidos. Su humor es de bisturí. Corta y extrae. Da igual a qué problema se enfrente. Puede ser la matanza de Las Vegas, el racismo del Ku Klux Klan, los neonazis de Charlottesville, el huracán de Florida o esa inacabable catarata de odio llamada Donald Trump. Siempre en traje, siempre con corbata, Noah ataca y vuelve a atacar. No hay forma de no reír. Ni de escapar a su vitriolo. Las dosis son exactas. Analíticas. Buscan la contradicción. La catarsis por la vía de la carcajada. Y aciertan.
“La comedia es el filtro que utilizo para pensar críticamente el mundo en el que vivo”.
En la América de Trump, este sudafricano se ha vuelto un revulsivo para millones de personas. Los grandes periódicos progresistas reproducen sus apariciones; en YouTube se viralizan sus golpes. Con solo 33 años, su ascenso al cielo catódico ha sido vertiginoso: se mudó a Estados Unidos en 2011 y en septiembre de 2015 sustituyó a Jon Stewart y se hizo cargo de un late show que luchaba por mantener su espacio en la parrilla más competitiva del planeta. Su nombramiento causó sorpresa. Era un recién llegado, un veterano presentador de televisión en su Sudáfrica natal, desconocido para el espectador estadounidense, que tendría que medirse con monstruos de la sátira como Jimmy Fallon, Stephen Colbert o Jimmy Kimmel. Y cuando muchos lo daban por muerto, conectó con la fuente de la eterna juventud. Los millennials. Afloró entonces su inmensa capacidad de rebeldía, ese legado genético que él canaliza con un aspecto pulido pero que electrocuta a quien lo toca.
Con Noah, al igual que con sus competidores, el arte de la comedia ha alcanzado otro estadio. No es solo risa. Los late shows son el nuevo púlpito de América. Pero de una América mordaz, crítica, consciente del cansancio de la población con los políticos, no con la política. Noah alimenta esa pulsión, pero en su aceleración constante no se limita a ello. Extranjero en un país desmesurado, ha buscado explicarse a sí mismo. Dar cuenta de sus raíces africanas y su educación bajo la bota del racismo. El resultado ha sido Prohibido nacer (editorial Blackie Books, traducción de Javier Calvo), un libro sobre su infancia, adolescencia y primera juventud.
Es el retrato de una Sudáfrica salvaje, marcada a hierro por el apartheid y esa Ley de Inmoralidad que prohibía bajo pena de cinco años de cárcel el ayuntamiento carnal entre un hombre blanco y una mujer negra; la misma norma que impidió que su padre pudiese ir de la mano con su hijo por la calle e hizo que en su partida de nacimiento figurase un lugar falso. Pero no es solo la cuestión racial la que le ha forjado. Su vida tiene como centro gravitatorio a su madre, Patricia Nombuyiselo Noah, una xhosa profundamente religiosa y libre.
En ese ángulo formado por la madre y el racismo se despliega la perspectiva vital de Noah. Aunque no siempre resulta evidente, es el punto de partida de muchas de sus sátiras. Son dos cuestiones que cuando se conversa con él, fuera del plató, emergen una y otra vez. Nada le cuesta hablarlas. Las destripa sin dificultad, con ánimo de cirujano, siempre cerebral.
“Has de tener un cierto nivel intelectual para ser comediante. Me gusta verme como alguien que piensa críticamente el mundo en el que vive. La comedia es el filtro que uso para procesar toda esa información. Hay quien llora cuando está triste. Pero yo río cuando estoy triste”, dice.
Noah habla largo. Le gusta articular sus ideas. Su rostro, sus respuestas, hasta sus movimientos de manos están cortados por el mismo patrón. Tamizados por las ganas de convencer al mundo y a sí mismo. Más que un cómico o un intelectual, es un camaleón. Él mismo se reconoce como un ser ubicuo que “está en todas partes con todo el mundo y al mismo tiempo solo”. Solo y sentado en su sala de trabajo de Nueva York, dejando que sus contestaciones se miren primero al espejo de su pensamiento y luego salten a la luz.
—Viniendo de Sudáfrica, ¿cómo es su vivencia racial en Estados Unidos?
—Culturalmente me identifico como negro y específicamente como africano. Ese es mi mundo. Pero ser negro no significa que vayas a ser rico o pobre, estar alegre o triste, bailar mejor o peor. No te define. Sin embargo, al llegar me encontré con que el color de mi piel me metía en una conversación que me asimilaba a todo aquel que tenía una piel parecida. Así es la historia aquí. En muchos sentidos, me recuerda a Sudáfrica.
—¿Ha tenido algún problema en EE UU por ser negro?
—Eso del problema es un término relativo. Pero, por supuesto, la policía me ha parado en multitud de ocasiones y lo he vivido con normalidad porque en Sudáfrica le pasa a todo el mundo. Pero la diferencia radica en que allí no te detienen por tu color de piel. Y en Estados Unidos…
—¿Se es más sospechoso por ser negro?
—Exactamente. Descubres que muchos blancos jamás han sido parados por la policía. De todos modos, tengo un pequeño privilegio. Soy inmigrante y la gente no me mira igual. Cuando vienes de otro país como persona de color no te enfrentas a las mismas restricciones.
—¿Desaparece el historial de la esclavitud?
—No me miran con culpa. No sienten que me deben algo.
—Mucha gente creyó que con Barack Obama se iba a abrir un tiempo nuevo en la cuestión racial. Pero al final llegó Trump. ¿Cómo ve el futuro?
—Con Trump irá peor y mejor. Siento que destila el racismo en su forma más pura. Lentamente está llevando a Estados Unidos a un sitio donde solo sus más ardientes defensores le podrán seguir. Con el tiempo, mucha gente abandonará y dirá: “Esto no va conmigo”. Lo vimos en Charlottesville y en sus respuestas a las protestas en la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL), cuando llamó hijos de puta a los jugadores… La gente se da cuenta de que no es el tipo de persona con la que quieren que se les asocie.
—Entonces, ¿ve una solución al problema?
—Esa es otra cuestión. Muchos americanos viven atemorizados por el advenimiento de un mundo donde los blancos dejarán de ser mayoría. Temen ser reemplazados, desplazados a la irrelevancia. Y no veo que este miedo vaya a disminuir. Y, si sigue siendo alimentado por personajes como Trump, puede llevar a Estados Unidos a un sitio aún peor. Porque cuando la gente tiene miedo puedes lograr cosas que nunca harían en circunstancias normales. Como en una estampida. Y ese miedo está amplificado en América por el racismo.
—Usted ha sufrido el racismo, pero también la pobreza y los malos tratos… ¿Cómo ha salido a flote?
—Se lo debo a mi madre. Ella me enseñó que el dolor es real, pero sufrir, una elección. Puedes experimentar dolor cada día, pero definirlo como sufrimiento es algo que depende de ti. Lo que ocurre es lo que ocurre; sin embargo, no puedo permitir que sea lo que defina mi día, mi mes, mi año, mi vida. Ocurre, aprendo y salgo adelante.
—Su nacimiento fue el fruto de una decisión pactada. Su madre no quería convivir con su padre, pero sí tener un hijo suyo.
En tiempos de apartheid, ¿por qué tener un hijo de padre blanco?
—Mi madre quería a mi padre como persona. Se sentía segura con él, sabía que le respetaría y que no trataría de gobernar su existencia. Eso significaba mucho para ella, porque había crecido en una sociedad patriarcal, donde el hombre dictaba lo que la mujer debía hacer. Con él halló a una persona que le dejaba ser como quisiera y no la constreñía. Se sentía a salvo, no iba a tomar posesión de su vida. Otra razón fue su rebelión. Sudáfrica prohibía que un blanco y un negro estuvieran juntos, y esa fue la expresión de resistencia de mi madre.
“Mi madre me enseñó que el dolor es real, y el sufrimiento, tan solo una elección personal”.
—¿Mantiene relación con ella?
—Hablamos todos los días.
—¿Y ve su programa?
—Noooooo, no tiene tiempo. Mire, ella está volcada en la religión y cría pollos en el patio de su casa. No está muy pendiente del resto del mundo. Se relaciona conmigo como ser humano, no por lo que hago.
—¿Y la relación con su padre cómo es? En sus primeros años ni siquiera podía pasear con usted por las calles de Sudáfrica.
—Mi padre y yo empezamos nuestra relación distantes y la hemos mantenido distante. Distante pero amorosa, distante pero presente. Puedo pasar el tiempo pensando en lo que perdí o disfrutando lo que me queda. Y elijo lo último.
—Con el tiempo, su madre se casó con otro hombre y en su casa irrumpió la violencia doméstica. ¿Cómo recuerda esa experiencia?
—Su padrastro disparó en la cabeza a su madre. ¿Cómo se supera algo así?
—Lo primero es que sobrevivió; si no lo hubiera hecho, no estaríamos aquí hablando de ello. Pero también creo que me sirvió la herramienta que me enseñó mi madre y que tuve que aprender: el perdón.
—¿Y el humor? Lo digo porque a veces usted se ríe de lo que pasó, aplica su sentido del humor a ese capítulo de su vida.
—Cierto, pero el primer paso es perdonar. Mucha gente se equivoca al pensar que si se perdona, se absuelve. No es así. Para mí, perdonar significa que le aparto de mi lado, que ya no quiero llevar la carga de lo que me hizo. Eso es lo que me permite ser libre y recuperarme. Y luego está el humor. Usarlo para procesar la información, para procesar el daño.
—¿Y cómo fábrica su humor para el programa?
—Hay una parte que nace de modo natural, pero la trabajo mucho. Lo primero es irme al argumento contrario y creérmelo. Y luego voy buscando los agujeros. Muchas veces aceptamos cosas y no sabemos por qué. Eso me ayuda a pensar, a entender. Me preguntó el porqué.
De algún modo no soy extranjero, porque he vivido en la cultura americana toda mi vida. Veía su televisión, oía su música, mi madre y yo seguíamos los shows americanos….
—¿Y ser extranjero le da ventaja a la hora de buscar las contradicciones?
—No sé si se trata tanto de ser extranjero como de ser nuevo. De algún modo no soy extranjero, porque he vivido en la cultura americana toda mi vida. Veía su televisión, oía su música, mi madre y yo seguíamos los shows americanos… Pero cuando eres nuevo tiendes a hacer preguntas sobre cosas que se dan por aceptadas. Y yo lo sigo haciendo, no quiero perder esa capacidad, no quiero aceptar que todo en mi mundo es así porque solo puede ser así. Prefiero preguntar por qué. Aunque parezca que no sabes. Cuanto más admites que no sabes, más conoces. Eso es lo que hago en mi programa. Preguntó el porqué de todo. Y muchas veces encuentras que no hay una explicación satisfactoria.
—Su ascenso ha sido de vértigo. Hace solo dos años reemplazó a Jon Stewart. ¿Cómo ha sido la experiencia?
—Al principio fue abrumadora, terrorífica y emocionante. Abrumadora, porque todo el mundo esperaba algo y tenía pronósticos de lo que iba a ocurrir, de que iba a caer o subir inmediatamente, lo que era irreal. Terrorífica, porque suponía el mayor reto de mi vida: estaba bajo el escrutinio del mundo y de mi país. Y emocionante, porque solo se vive una vez. Yo me digo: “Es la mejor experiencia de tu vida, no te olvides de dónde vienes. Te criaste en una casa sin agua en el baño, no pasa nada si no tienes éxito”. Me di cuenta de que tenía que procesar los conceptos de éxito y fracaso en mi vida. Y que si definía el éxito bajo las métricas de otros, nunca sería exitoso. Así que decidí disfrutar de todo esto en cada momento y lo conseguí. Trabajo en un programa que me gusta y en el que creo. Comparto mi opinión y doy espacio a la opinión de otros. Y está funcionando.
—En sus memorias se define como un camaleón. Alguien que trata de gustar a todo el mundo. ¿Lo sigue siendo?
—Absolutamente.
—¿Y cómo es serlo en Estados Unidos? Porque en Sudáfrica lo hacía para conseguir aceptación en el colegio, en las calles. ¿Y aquí? ¿Para ganar audiencia?
—Lo uso de diferentes maneras. A veces ni te das cuenta. Un camaleón no es consciente de que cambia el color, solo cambia de color.
—Pero usted es consciente de que lo hace.
—A veces sí, otras no. Mi inconsciente actúa solo. Uno de los beneficios de ser un camaleón, sobre todo si tus orígenes son mixtos, es que te obliga a ver las dos partes de la historia, te adentras en un mundo en el que otros no pueden sumergirse.
—Eso requiere mucha introspección, ¿no?
—Si no tengo cuidado, me puedo convertir en un eremita, me puedo sumergir en mi mundo y no salir nunca. Por eso tantos cómicos sufren depresión. Puedes quedarte atrapado, porque no hay fin a los pensamientos. Lo único que te saca es el mundo. Por eso tienes que estar enganchado a lo que ocurre.
—¿Es usted un solitario?
—No lo soy. Pero siempre estoy solo.
Noah ha terminado. Se levanta amablemente, se ríe de las dos grabadoras del periodista y no puede evitar preguntar por Cataluña. Escucha en silencio, hace alguna observación sobre la historia y la lengua catalanas, y sentencia: “Lo voy a tratar en mi programa”. Luego se marcha hacia el laberinto de The Daily Show. Al alejarse parece ensimismado. Perdido en sus pensamientos.
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¿Quieres leer el primer capítulo del libro de Trevor Noah? Puedes hacerlo en este enlace.
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