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en primera persona
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Te vas de cañas con los niños? Culpable

Voy a romper una lanza por la culpabilidad que, como las copas, hay que tomarla con moderación

Patricia Gosálvez
La imagen que ilustra el estudio Como azúcar para los adultos.
La imagen que ilustra el estudio Como azúcar para los adultos.ias.org.uk

“Como azúcar para los adultos”. El título del estudio ya te hace sentir fatal. Sería gracioso —como el de esos cómics que tengo en casa, La cerveza vuelve fuerte a papá y El vino vuelve lista a mamá—, si no fuese porque el estudio trata sobre el efecto negativo que tiene en los niños que sus madres y padres beban alcohol de forma esporádica y moderada. Aviso, la conclusión te hace sentir aún peor: verte achispado, aunque solo sea un poco y de vez en cuando, preocupa, avergüenza y angustia a tus vástagos. A tu salud.

Lo acaban de publicar dos instituciones (británica y escocesa) basándose en unas 1.000 entrevistas a hijos y padres que bebían entorno a 14 unidades de alcohol a la semana (el máximo recomendado por las autoridades sanitarias británicas: unas 14 cañas o 7 copas de vino semanales). Es un informe curioso porque no trata sobre los terribles efectos del alcoholismo o el abuso del alcohol en las familias, sino sobre las consecuencias del consumo moderado. O sea, el mío. Y probablemente, el tuyo. O al menos el de un 51% de los padres encuestados, que admitieron haberse entonado alguna vez delante de sus hijos. En inglés lo llaman estar tipsy, que suena igual de inocente que estar piripi. El 29% de los padres admitieron, además, haber estado alguna vez borrachos frente a su prole. Y uno de cada tres declaró que no pasaba nada si era una cosa excepcional. Una despedida de soltera. Una cena familiar. Fin de año. Francamente, que tire otro la primera piedra.

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¿Y qué dijeron los niños? “Los impactos negativos sobre los niños arrancan en niveles relativamente bajos de consumo de alcohol por parte de los padres” explica el informe. Vamos, que no hace falta que bebas mucho ni con asiduidad para que se den cuenta de que bebes, de que ello te afecta y de que llevas una cervecita de más. Incluso, de que tienes resaca. Así, el 18% de los 1.000 niños se había avergonzado alguna vez de sus padres como resultado de su bebercio, el 11% se habían preocupado, el 12% había sentido que les hacían menos caso y el 15% habían visto trastornada su “rutina de acostarse”, ya fuese porque les habían mandado antes a la cama o más tarde de lo normal.

El Instituto de Estudios Alcohólicos, autor del informe, tiene su origen en el Movimiento por la Templanza, una iniciativa social de principios del XIX que promovía la abstinencia y que culminó en la Ley Seca. El título de que el alcohol es "como azúcar para los adultos" se lo dio uno de los niños entrevistados. Otro dijo que era “el lugar feliz” de los mayores.

Hasta aquí los datos.

Ahora entramos en el pantanoso terreno de las opiniones. En los medios británicos no han tardado en aparecer columnas encendidas en contra del enésimo estudio que culpabiliza a los padres por su comportamiento. Hay uno para cada “pecado”, eres culpable si pones mucho la tele, si ofreces alimentos procesados, si usas el móvil cuando estás con ellos, si no les convences para comer verdura… Y ahora también si te tomas unas cañas (insisto, esto va del consumo moderado). El malamadrismo desacomplejado se ha vuelto a defender esgrimiendo que no es para tanto. Irse tarde a la cama o avergonzarse de tus padres no es el fin del mundo. Los niños son más “resilientes” (como ahora se dice “aguantan”) de lo que creemos. Además, lo importante es quererse, educar en la responsabilidad, la tolerancia y la proporción. Nadie es perfecto, dicen, cada cual hace lo que puede, ya está bien de hacernos sentir culpables. De acuerdo en todo, salvo en lo último.

Voy a romper una lanza por la culpabilidad que, como las copas, hay que tomarla con moderación. “Lo hago lo mejor que puedo” me suena a excusa facilona, tanto como cuando tu madre te dice que eso que hacían en los setenta y que ahora parece un pecado capital de la crianza no era para tanto porque “tú no has salido tan mal”. Ya, mami, pero igual podría haber salido mejor. Alucina, cabe esa posibilidad.

Como madre, ¿hago lo que puedo? Yo desde luego no. Lo podría hacer mejor. Muchas veces hago más bien lo que quiero. Si me voy de cañas y pido una tercera, o si me tomo un vino de más en una comida dominguera delante de mis niños, no es porque ya tengo bastante con lo que tengo ni porque forma parte de mi cultura ni porque les educo en la realidad de la vida ni porque les doy espinacas y me lo merezco. No lo hago porque soy incorregiblemente imperfecta, pero les amo. Ni porque no pasa nada. Ni siquiera porque me equivoco. Yo me tomo las cañas porque me da la gana y me apetece. A sabiendas de que igual, para mis niños, sería mejor que no lo hiciese. Y, horror, me siento culpable por ello (aunque no tanto como para dejar de hacerlo).

Basta ya de hacerme sentir culpable (y aguafiestas y rancia) por sentirme culpable.

Todo apunta a que hay cosas mejores que otras, a que es mejor no beber ni fumar frente a los niños (ni a escondidas, ay), no enchufarles al iPad, no darles chuches, no alimentarles viendo la tele... Si hacemos lo contrario solo me parece razonable al menos sentirnos culpables. Un poco, lo justo. Las consecuencias no son dramáticas, tampoco lo debería ser la culpabilidad. Pero oye, ya está bien de negarse a sentir la punzada. Esa que a veces te empuja a hacerlo mejor. Y otras, simplemente a pedir otra birra.

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Sobre la firma

Patricia Gosálvez
Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.

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