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Perfil

Guilhermina Suggia, pionera del violonchelo y un amor maldito en la vida de Pau Casals

Un retrato de Madame Suggia pintado en 1902 por Augustus Edwin John.
Un retrato de Madame Suggia pintado en 1902 por Augustus Edwin John.Album / Tate, London
Silvia Cruz Lapeña

Fue el episodio más cruelmente infeliz de mi vida”. Así resumía Pau Casals su relación con Guilhermina Suggia, la violonchelista portuguesa que fue su pareja y compañera de escenarios durante siete años y de la que apenas queda rastro en la biografía del artista. Mina, como la llamaba él, conoció a Pau en 1898, cuando ella tenía 13 años y él 22. Fue en Oporto, donde Casals llegó para actuar en el Casino de Espinho, localidad a 16 kilómetros de la capital, al que Augusto Suggia se acercó para pedirle que le diera clases a su hija. Fue el episodio más cruelmente infeliz de mi vida”. Así resumía Pau Casals su relación con Guilhermina Suggia, la violonchelista portuguesa que fue su pareja y compañera de escenarios durante siete años y de la que apenas queda rastro en la biografía del artista. Mina, como la llamaba él, conoció a Pau en 1898, cuando ella tenía 13 años y él 22. Fue en Oporto, donde Casals llegó para actuar en el Casino de Espinho, localidad a 16 kilómetros de la capital, al que Augusto Suggia se acercó para pedirle que le diera clases a su hija.

“No me interesa el aplauso de los espectadores. Siento que no merezco ese reconocimiento”.

Las lecciones se alargaron durante varias semanas y luego profesor y alumna no volvieron a verse hasta que ella llegó a París en 1905, con 20 años, siendo ya una instrumentista destacada. Dos años después, se mudaba a la casa que el compositor tenía en la calle de Villa Molitor, donde convivieron, ensayaron y prepararon algunos de los conciertos que dieron juntos y que hicieron que la prensa los considerara “los dos mejores violonchelistas del mundo”. Sin embargo, en la web de la Fundació Pau Casals, el nombre de Guilhermina solo aparece dos veces: una para indicar la fecha en que empezaron su relación amorosa y otra para marcar el final.

En España, cuando se nombra a Suggia se hace como discípula de Casals. “Eso es injusto. Él le dio clases de niña, pero ella siempre demostró tener su estilo. Y como adultos, su relación no era de maestro y alumna, sino de colegas”. Habla ­Fátima Pombo, profesora en la Universidad de Aveiro y autora de A sonata de sempre y O violoncello luxuriante, dos libros sobre la Suggia.

La cita con Pombo tiene lugar en la Casa da Música de Oporto, ciudad donde nació la violonchelista en 1885. “La sala de conciertos principal lleva su nombre”, informa Pombo para medir a su biografiada. “Fue la primera que hizo carrera como solista con un instrumento considerado de hombres y la primera en tocarlo como ellos: entre las piernas, no al costado como hacían sus predecesoras”.

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Oporto, ciudad musical. Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la escena musical de Oporto vivía un buen momento gracias al profesor Bernardo Moreira de Sá, que introdujo estilos y piezas poco conocidas y creó el Orfeón Portuense, inaugurado en 1882, tres años antes de que naciera la artista. En ese contexto, Augusto Suggia enseñó a Guilhermina a tocar el chelo, y a su hija mayor, Virginia, el piano. Tras debutar en el Club Matosinhos en 1892, las hermanas fueron conocidas como “las prodigiosas”, pero la prensa se iba a fijar en la pequeña: “El movimiento del arco fue fuerte y seguro, muy admirable a su edad, en la que los dedos carecen de una fuerza y una agilidad que solo llegan con estudio, práctica y tiempo”, publicó el Jornal de Notícias.

Gracias a la labor de Moreira de Sá, el panorama musical era óptimo cuando nació Suggia, pero no el social. “El movimiento feminista portugués, como el español, pasó casi inadvertido. (…) Nada que ver con el bullente activismo sufragista que se desarrollaba en otros países”, dice Rosa María Ballesteros en un artículo titulado La construcción del sujeto femenino. Por su parte, la historiadora lusa Cecília Barreiro cuenta que en Portugal, país católico, el feminismo tardó en cuajar y, cuando se instaló, optó por “reivindicaciones suaves”.

Cuando acabó con pau casals, la artista se fue a londres. Allí nació el mito de Guilhermina suggia.

Por suerte para Guilhermina, su padre no era un hombre de aquel tiempo. “Augusto Suggia ni era machista ni impuso a sus hijas ningún modelo de mujer ni de familia”, explica Pombo. La prueba está en que él y su esposa, Elisa, criaron dos chicas muy distintas. “El amor es mejor que la música”, escribió Virginia a su hermana cuando dejó los escenarios para casarse con un editor parisiense. La mayor de las Suggia prefirió la aspiradora: “La uso a todas horas. Es impresionante. (…) Debes tener una, quizá ya la tengas. No hay nada mejor”.

“Hoy no es remarcable, pero en el siglo XIX no era normal que un padre espoleara el potencial de su hija”, apunta Anita Mercier en Guilhermina Suggia, cellist. Esta profesora de The Juilliard School de Nueva York explica que Augusto no obedecía al patrón padre-profesor-tirano de otras niñas prodigio. Uno de esos casos lo vio de cerca Guilhermina con Rebecca Clarke, violinista del cuarteto con el que recorrió Europa. A Clarke, su progenitor le impidió ir a clase cuando se enamoró de su maestro, le retiró los fondos y la palabra, y ya muerta se supo por sus memorias que la había molido a palos cada vez que ella le llevaba la contraria. Tituló aquellas páginas Yo también tuve un padre.

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Pionera. Suggia no fue la primera mujer en tocar profesionalmente el chelo. En el siglo XIX despuntó Lisa Cristiani, parisiense nacida en 1827, a quien Men­delssohn dedicó su Canción sin palabras Op. 109, y en el XX había en Europa unas 20 violonchelistas conocidas. Pero Suggia destacó por varios motivos: “No era una carrerista, no buscaba el éxito, buscaba la belleza”, dice Pombo, que destaca el hecho de que dedicara su vida a su pasión, cuando sus colegas solían abandonarla en cuanto se casaban.

Una imagen de 1910 en casa de Casals en El Vendrell (Tarragona); sentada, Guilhermina Suggia; con sombrero, Casals.

En Alemania también fue pionera al ser la primera mujer solista que actuó en la sala Gewandhaus y la persona más joven en conseguirlo. Ese día, tras ejecutar el Concierto de Volkmann, el público aplaudió de tal forma que la organización tuvo que saltarse sus estrictas normas y permitir que repitiera la pieza completa a modo de bis. Esa sería la tónica en sus actuaciones, pero ­Suggia usaba una vara más dura para medirse a sí misma: “No me impresiona el aplauso de los espectadores. En mi fuero interno siento que no merezco esos reconocimientos. Los agradezco, pero en el fondo de mi alma no los acepto, ni como mujer, ni como artista”.

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Los mejores del mundo. En la puerta del Conservatorio de Oporto hay un busto de la Suggia. Allí, Fátima Pombo aprendió a tocar el chelo y se acercó por primera vez a su biografiada. “Siempre me pareció una mujer fascinante”. Con su investigación, trazó la ruta de los conciertos que dio la artista a lo largo de su vida. Algunos tuvieron lugar en España: Vigo, Oviedo, Sevilla, A Coruña, Córdoba, Barcelona y Madrid. Pero fue en París donde se produjo el punto de inflexión en su carrera. “Allí se reencontró con Casals”, cuenta la biógrafa, que cree que esa fue la etapa en que Suggia sufrió el machismo con más claridad.

En Pau Casals (Paidós, 1994), Robert Baldock ­describe al artista como celoso y posesivo con las mujeres. “Casals no permitía más que un gran músico en casa”, declaró el escritor, y Anita Mercier cree que con Suggia topó con una pareja opuesta a las que estaba acostumbrado. “Casals siempre buscó el apoyo de mujeres que lo ayudaran en las tareas domésticas y que le permitieran centrarse en sus actividades políticas y musicales”. Pero ella tenía sus propias ambiciones y un carácter firme, y eso fue, según la profesora estadounidense, lo que acabó con la pareja, que intentó reconciliarse en 1913 sin éxito.

Tras 37 años de silencio, escribió a Casals. Tres meses después moría. Casals nunca respondió.

Casals y Suggia nunca se casaron. “Ella llegó a firmar como Guilhermina Casals y en algunos círculos decían que estaban casados porque, siendo católicos, se evitaban problemas”, cuenta Pombo. Un repaso a las hemerotecas españolas demuestra que el engaño funcionó, pues diarios como La Vanguardia hablan de ella como “la esposa de Casals” y así aparece citada en las noticias de marzo de 1909, cuando la pareja actuó en el Liceu de Barcelona.

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Ruptura y mito. Tras la ruptura, no quedó nada. “Ambos intentaron enterrar ese romance”, dice Mercier, que explica que él se enfadaba cuando biógrafos y periodistas le preguntaban por ella aunque fuera en términos musicales. Suggia, como Casals, también destruyó cartas y fotografías, pero no se negaba a hablar de su ex sobre cuestiones profesionales. Un ejemplo son los artículos que escribió en la revista Music and Letters, en los que manifiesta respeto y admiración por su colega.

Tras la separación, la prensa española siguió las actuaciones de Suggia. “Joven, de esbelta figura, es Guilhermina Suggia un temperamento artístico verdaderamente extraordinario”, decía Abc de su espectáculo con la Filarmónica de Madrid en 1923. En 1945, el mismo diario valoraba su interpretación de Dvorák diciendo “que está en la plenitud de su arte”, y cuando falleció tuvo su obituario. Pero desde su muerte hasta hoy fue desapareciendo como protagonista para convertirse en “discípula” y “amiga fiel del maestro.” Así la llaman en los años setenta, ochenta y noventa los mismos periódicos que antes la trataron como a una gran figura de la música clásica.

Cuando acabó con Casals, la artista se fue a Londres. Allí nació la Suggia, el mito: “Tenía personalidad, era apasionada y llamativa. Cuidaba su aspecto porque para ella actuar era comunicar, algo que debía hacerse con todo el cuerpo”, dice Pombo. Por eso, a pesar de que su poderío musical interpretando a Bach, Popper o Dvorák convenció a la crítica, no se libró de los comentarios frívolos. La revista The Ladies’ Fields se refería a ella como “la más atractiva de las chelistas” y el resto de medios le colgó la etiqueta de femme fatale.

La Suggia no escondía su estilo de vida ni a sus amantes. Parece que uno de ellos fue el pintor Augustus John, autor de su retrato más conocido, que se puede ver en la Tate Gallery de Londres. La pose es la de sus actuaciones: armoniosa, con las piernas abiertas sujetando el chelo y vestida con un pomposo vestido escotado en tonos rojos. En la biografía del pintor escrita por Michael Holroyd se puede leer que John dedicó 80 sesiones al cuadro, del que Suggia se mostró muy satisfecha y con el que acabó de convertirse en un icono de la época.

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Regreso a casa

La II Guerra Mundial apartó a Suggia de los escenarios, pues fue voluntaria de la Cruz Roja para atender a los soldados ingleses. Tras la contienda, volvió a la música y a Oporto, donde se dedicó a su otra pasión: dar clases. “Enseñando era severa y apasionada, pero iba a los conciertos de los jóvenes y se levantaba a aplaudir y vitorear como una más”, relata Pombo.

En su ciudad natal compró dos casas: una para sus padres y otra para ella. En la suya viviría con José Casimiro Carteado Mena, el médico de su progenitora, con el que contrajo matrimonio a los 42 años. “Se casó, pero eran más amigos que pareja”, opina la biógrafa, pues en las cartas donde abordan el tema no se ve un ápice de la pasión de Suggia y sí muchas dudas.

También alquiló una vivienda frente al mar, en Leça da Palmeira, donde nadaba y se desplazaba condu­ciendo su propio Renault negro. “Nada que ver con las mujeres de su época en Oporto”, dice Pombo sobre una mujer cuyo legado está muy vivo en su ciudad. Es evidente dando un paseo por Matosinhos, localidad donde vivió de pequeña, o visitando su tumba en el hermoso cementerio de Agramonte, donde es raro no encontrar una rosa roja, sus favoritas. “Yo misma le dejo una cuando vengo a Oporto”, dice Pombo.

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Un estilo y una beca, su legado

La ciudad que la vio nacer celebra cada año su nacimiento y su muerte, pero el mejor legado que dejó la violonchelista fue la Escuela Suggia, que no es una academia al uso, sino una forma de entender la música. La propia artista la describía así: “El arte es una religión. Es necesario servirla con firmeza, libertad, y es un verdadero sacerdocio de sacrificios. Solo así nace el artista; de lo contrario, se es eternamente un tocador”.

Para dar continuidad a ese ideal, creó un premio anual para elegir al mejor violonchelista menor de 21 años. “No quiero cacatúas ni monos imitadores”, dejó dicho. Lo que quería era lanzar a gente única y con una visión personal del instrumento. Una de sus ganadoras fue Jacqueline du Pré, que lo obtuvo a los 10 años. “Estaba llamada a ser la sucesora de la Suggia. Eran parecidas en presencia y en energía”, opina Pombo. Pero su carrera fue muy corta: la esclerosis múltiple la retiró a los 27 años.

En cuanto a su discografía, la portuguesa dejó poca obra porque murió cuando empezaban a desarrollarse mejores formas de grabación, pero aun así registró varios discos con el sello His Master’s Voice. Al final de su vida padeció un cáncer de hígado del que se operó en Inglaterra, pero volvió a Oporto sabiendo que no había remedio. Toda su familia había muerto y sola esperó la muerte. Tras 37 años de silencio, escribió a Casals: “Querido amigo, te escribo con la emoción y la esperanza de que no me rechaces…, pero no querría morir sin escucharte, querido maestro, y verte de nuevo… Recuérdame siempre como tu devota admiradora. ¿Olvidaste a la pequeña que fue a recibir tus lecciones en Espinho? Adiós. Espero”.

Tres meses después, la Suggia moría en la cama de su casa de la Rua da Alegria junto a su violonchelo Montagnana. Casals nunca respondió a su carta.

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Sobre la firma

Silvia Cruz Lapeña
Periodista en EL PAÍS Audio. Ha publicado en los principales medios españoles, colaboradora en RNE o CADENA SER y ha sido jefa de Actualidad en Vanity Fair Licenciada en Periodismo, es autora del libro 'Crónica jonda', y de su podcast homónimo publicado en Podium Podcast, así como de la biografía de la boxeadora Lady Tyger.

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