Para cambiar de conversación
Serrat, Borrell, Vargas Llosa: maneras distintas de abordar las necesidades de hablar
El odio es un sentimiento negro. Existe en nosotros, se exacerba hasta los límites, y ahora está en el punto de los terribles desafectos. Josep Borrell, en Barcelona, apeló a los afectos, calmó abucheos oscuros, y se alzó, con la bandera europea, como intérprete de lo que era el corazón de la manifestación: buscar al otro borrando las cicatrices de las fronteras. Cambió la conversación de parte de la muchedumbre. Vargas Llosa apeló a la nostalgia: sus años de Barcelona, cuando mandaba el odio desde el Pardo, y cuando Cataluña era la referencia de Europa en un país que aún olía a autarquía.
Conversar entonces era un riesgo; pero en Barcelona era una virtud. Eso echaba de menos el peruano que escribió aquí Historia de un deicidio, su homenaje a otro habitante de aquel universo cosmopolita y tan hispanoamericano, Gabriel García Márquez. Ahora esa atmósfera está en suspenso. Los puentes están volados y tanto su discurso como el de Borrell, como el manifiesto que leyó Carlos Jiménez Villarejo, por ejemplo, son regueros de deseos de hacer que los de un puente y el otro se encuentren en la plaza mayor de Cataluña.
En una plaza se va a hablar, y esa plaza se ha roto, porque se desprecia hasta el tono de voz del adversario. Borrell dijo en la Ser, con Pepa Bueno, que no se puede dialogar mientras se amenaza. Ahora la conversación está amenazada, y están amenazados los que no son dels nostres. Decía James Joyce (en versión de Tono Masoliver, catalán y poeta) que ya que no se podía cambiar de país habría que cambiar de conversación. Es el momento del saludo, no el dramático precipicio de los adioses.
Borrell se saludó en la Ser con Joan Manuel Serrat, al que rendirían homenaje en Valencia horas más tarde. Fue ese saludo un minuto de oro del afecto. Desde las mutuas heridas, dos amigos que contemplan el terreno destruido y se imponen la necesidad de reconstruirlo. A Serrat le han dicho fascista, como a Borrell, por pedir un modo distinto de conversar en España, de España a Cataluña y viceversa; que la fuerza exhibida por la policía jamás fuera un instrumento; Borrell aconsejó en su discurso aplacar los gritos descompuestos. (Que aprenda de él Pablo Casado, intérprete desafortunado de lo peor de la historia).
Restituir los afectos va a ser un trabajo de años. Pero esa dialéctica de los corazones y las lenguas existió siempre, y siempre ha sido traumática pero ha producido una poderosa cultura común. Es el país de Espriu y de Marsé, el país de Tàpies y de Serrat, el país de Pla y el país de Candel y el país de Lluis Llach. El país de Eduardo Mendoza y de Núria Espert, de Mario Gas y de Carmen Balcells. De Ovidi Montllor, de Marina Rossell. Es un país enorme Cataluña, el país de Vargas Llosa, de Raimon, de García Márquez.
¿Un país así se merece una sola conversación? Es el país de las conversaciones. Cataluña se merece cambiar de conversación.
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