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Columna
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El deseo de ser otro

Rosa Montero

BUSCANDO INFORMACIÓN en Internet para una novela que estoy escribiendo me he topado con un dato que me ha dejado turulata: cada día desa­parecen en España alrededor de 38 personas. Lo que supone un total de 14.000 al año. De 140 de ellas no volveremos a saber nada nunca más. Desde que, en 2010, se creó el registro de PDyRH (Personas Desaparecidas y Restos Humanos: qué nombre tan ominoso), ha habido más de 121.000 denuncias; 4.000 de los casos siguen sin resolverse. ¿Cómo es posible que en esta sociedad hiperconectada puedan evaporarse tantísimas personas? Amedrenta imaginar un submundo de mafias, trata de blancas, tráfico de órganos. O trágicos accidentes y suicidios en lugares inaccesibles: montañas, acantilados. O, ya desbarrando, agujeros negros capaces de transportarte a otro universo o pingües empresas clandestinas especializadas en proporcionar nuevas identidades (a decir verdad, esto último puede que exista). Pido perdón si mis palabras parecen frivolizar un tema tan terrible como éste: pocas cosas debe de haber más dolorosas que el hecho de no volver a saber de alguien, ignorar qué ha sido de esa persona, no poder cerrar jamás la candente herida de su pérdida. Pero es que la cifra me ha parecido tan elevada que se me ha disparado la cabeza.

Supongo que en la mayoría de los casos lo que subyace es el afán de escapar de sus propias vidas. ¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo poderoso de ser otro, de huir de uno mismo y empezar de cero? Venimos al mundo pletóricos de posibilidades, con un sinfín de caminos abiertos a nuestro alrededor; y luego el tiempo, jardinero loco, se encarga de ir podando los brotes tiernos de nuestras otras vidas potenciales, hasta dejarnos encerrados en la rama pelada de lo que somos. Ser sólo uno en ocasiones asfixia. También por eso leemos novelas, vemos películas, vamos al teatro: para experimentar de manera virtual otras existencias.

¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo poderoso de ser otro, de huir de uno mismo y empezar de cero?.

Uno de mis cuentos favoritos, Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, expresa de manera magistral esta ansia de no seguir siendo lo que eres. Un respetable burgués del siglo XIX sale un día de casa para un recado nimio y no vuelve a ser visto en muchos años. Pero lo más grandioso es que alquila un piso enfrente de su antiguo domicilio y pasa todo ese tiempo espiando el dolor de sus familiares, el exacto contorno que ha dejado su ausencia. El relato no lo explica, por supuesto (por eso es tan bueno), pero supongo que, cuando al fin regresa, es porque ya ha conseguido convertir su antigua vida en la vida de Otro.

Yo no soy tan escapista como Wakefield, pero no puedo evitar imaginarme siendo otra persona, un salto mental que hago de manera involuntaria todo el rato y que no tiene nada que ver con el hecho de envidiar una vida bella, sino, supongo, con la necesidad de salir del encierro de ti mismo. Por ejemplo, contemplo de pasada un cartel de Se vende en un balcón de un triste edificio junto a una fea y mustia estación de tren, y de pronto me digo: ¿y si yo estuviera viviendo ahí? ¿Y si me hubiera pasado treinta años mirando pasar los trenes y escuchando su fragor hasta dejar de oírlo? O descubro en el norte de Escocia una granja remota con un hilo de humo en la chimenea, y al instante me veo en esa cocina junto al perfumado fuego de turba, protegida por fríos muros de piedra de la dura, bella y sublime soledad que atisbo cada día por el ventanuco. Seguramente por todo esto escribo novelas.

Y seguramente también por eso me gustan los hoteles. Creo que la gente se puede dividir entre aquella a la que desasosiega pernoctar en un hotel y aquella a la que eso le produce una sensación de libertad. Dormir solo en un cuarto desconocido e impersonal es la manera más fácil de ser otro, o al menos de no ser nadie. En ese espacio carente de futuro y de memoria puedes quitarte momentáneamente el peso de tu vida como quien se quita una chaqueta y, tras vivir unas breves vacaciones de ti mismo, regresar con alivio y placer a tu yo y a tu madriguera. Pero para algunos no debe de ser tan sencillo: Wakefield pasó años fuera de sí. Quién sabe, puede que los que desaparecieron para siempre estén buscando aún el camino de vuelta.

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