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Columna
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A ti

HACE MUCHOS años tuve que vestir para el Festival de Mérida una obra de la dama de la literatura francesa Marguerite Yourcenar, Fuegos. Todavía hoy recuerdo su primera frase: “Escribo este texto para olvidarte”. No sé por qué, aquellas palabras se quedaron grabadas en mi cabeza: seguramente supe que ­antes o después las haría mías, porque la escritura sirve sencillamente para eso, para pasar a limpio y pasar página. Hoy soy yo el que escribo este texto para olvidar y olvidarte.

Sería darte demasiada importancia si hoy escribo aquí “te odio”. Es demasiado banal, estúpido, y volvería así a darte ese protagonismo que tú necesitas como se necesita el aire para respirar: no puedes vivir sin él. Ni siquiera hoy voy a darte esa pequeña satisfacción ni esa gran victoria: bastantes te regalé ya. No, no voy a escribir “te odio”, porque no es cierto. Escribo “te olvido”, porque sí lo es.

Pero sí, sí es verdad que te odié. Lo hice con todas mis fuerzas porque te amé más allá de toda razón, y te odié todavía más porque ese amor sin razón me hizo odiarme a mí mismo con un sentimiento más fuerte incluso que el amor que sentía por ti. Esto sí te lo puedo reconocer: jamás me había sentido así, y te lo reconozco: no he vuelto a sentir nada parecido desde entonces. Me envolviste con tu exquisita educación, con tu don de gentes, tu elegancia, con todo eso que los de mi profesión y alrededores llaman tener estilo, o charme (encanto), o ser chic. Vulgares eufemismos que se utilizan para rellenar de significado el vacío más absoluto y el más aterrador: el de la nada. Absolutamente, nada.

Sí es verdad que te odié. Lo hice con todas mis fuerzas porque te amé más allá de toda razón, y te odié todavía más.

Un vacío tan pálido, tan gélido y tan perfecto como ese resplandor en el que se enredan las polillas seducidas por la luz que arroja el fuego de las velas: tal es su gozo que solo se dan cuenta de que se están quemando vivas cuando ya es demasiado tarde y solo son un triste chisporroteo de cenizas.

De las mías apenas tengo recuerdos: silencio, oscuridad, el vacío cómplice de tus amistades, los teléfonos que dejaron de sonar, las cenas a las que no acudí, las invitaciones que rechacé, las murmuraciones que se transformaron en leyendas tan grotescas que ni me molesté en desmentir. Pero también nació en mí una sensación extraña, incómoda. Algo que al principio me dio vergüenza reconocer: volver a ser dueño de uno mismo, volver a ser libre y no depender de tu opinión, de tu aprobación, de tus horarios, de tus exigencias. No estar pendiente del teléfono, de tus correos electrónicos, de tus llamadas, de tus idas y venidas, de tus traiciones y silencios, de mis perdones y de mis arrepentimientos. No estar pendiente de hacer el ridículo reflejándome en un espejo, el tuyo, que solo me devolvía la peor imagen de mí mismo.

Tardé tiempo en admitir que te amé mucho menos de lo que tú pudiste llegar a imaginar, pero mucho más de lo que yo pude llegar a reconocer. Como la letra de aquel bolero, es verdad que dejaste muchas luces encendidas, y cuánto tiempo y esfuerzo me ha costado apagarlas: iluminaron algo que hoy sé que jamás existió.

Hoy, acabo este texto para olvidarte. Definitiva­mente.

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