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Columna
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Desborde

No se puede ignorar que ha habido desbordes inadmisibles, indignos de una sociedad culta, democrática y civilizada

Enrique Gil Calvo
Concentración en la Plaza Sant Jaume en protesta por la represión de la Policia Nacional y la Guardia Civil durante la votación del 1-O.
Concentración en la Plaza Sant Jaume en protesta por la represión de la Policia Nacional y la Guardia Civil durante la votación del 1-O.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)
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Asistimos al pico más agudo de la crisis catalana con el intento de forzar la ruptura del orden institucional. En jerga podemista se define este punto como “desborde” para señalar el colapso de las estructuras de poder anegadas por el ascenso de la movilización. Y ahora nos hallamos en la cota más alta del desbordamiento, entre el forzado simulacro del referéndum y la declaración de independencia proyectada para esta semana. Es lo que el teórico de los ciclos de protesta Sidney Tarrow llama el “momento de locura” en que alcanzan su clímax las oleadas de insurrección popular. Y, en efecto, esta nueva “rebelión de los catalanes” ha supuesto un auténtico desborde. Un desborde fraudulento y chapucero, a medio camino entre la kermesse heroïque y la asonada carlista con curas trabucaires. Pero, caricaturas al margen, no se puede ignorar que ha habido desbordes inadmisibles, indignos de una sociedad culta, democrática y civilizada, pues aunque la sangre no ha llegado al río, sus aguas han desbordado demasiados cauces que deberían haberse respetado. Se han desbordado los legales, vulnerando normas estatutarias y órganos jurisdiccionales. Los policiales, con la desobediencia de los Mossos a la autoridad judicial. Los políticos, violando los derechos de sus adversarios y de la mayoría de los catalanes. Y los morales, avasallando a sus conciudadanos para privarles de sus derechos como sujetos en pie de igualdad. Lo que puede tipificarse como fascismo de baja intensidad, dada su muy elevada violencia simbólica con frecuentes episodios de acoso, humillación y xenofobia. Y eso con la tolerancia de una sociedad silenciada y enmudecida, pero que se cree superior al resto.

Todo ello ha generado un acontecimiento mediático, en el sentido de Dayan y Katz, que ha logrado desbordar al Estado de derecho, amenazando su estabilidad institucional. Por eso, conforme la crecida se calme, habrá que reconstruir los cauces devastados. Y aquí es donde surge el peligro de que se propongan soluciones dispuestas a entregar por las buenas lo que no se logró obtener a la fuerza, como el propuesto “referéndum pactado” como solución mágica. Pero hay dos razones sólidas, y no son legalistas, que aconsejan cuestionar esta propuesta. La primera es que no se puede reconocer el derecho de secesión a los territorios contribuyentes netos, pues debe recordarse que tanto Escocia como Quebec tienen una renta per capita inferior a la media de sus países. Y la segunda es que se sentaría un precedente perverso al ser tomado como una recompensa a la rebelión, con un mensaje falaz y trágico: cumpliendo la ley no se consigue nada, desbordándola se obtiene (casi) todo.

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