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MIRADOR
Columna
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Berlín

Hemos concluido el primer plazo de admisión de refugiados en Europa con uno de los fracasos más sonados de nuestra historia común

David Trueba

Berlín fue en un tiempo la capital del cine, por encima del Hollywood entonces aún en ciernes. En los años de entreguerras, la ciudad fue para el nuevo arte del cine lo que París era a la pintura. Allí se daban cita los talentos más inquietos, la innovación y la tendencia, las personas que cien años atrás inventaron el cine no tal y como lo conocemos, sino mucho mejor. La crisis era en esos días una excusa perfecta para asumir el riesgo y la calle un lugar de inspiración. Junto al teatro y el cabaret, el cine se convirtió en el tercer vértice del triángulo de la libertad. El esplendor terminó con la resurrección nacionalista. Los que quisieron hacer a Alemania grande otra vez conquistaron el corazón de los ciudadanos y se comieron lo que quedaba de sus cerebros. Los más inteligentes hicieron las maletas y se fundieron en el cine americano, en un ejercicio de renuncia a la propia nacionalidad que los libros de historia no explican, porque contradice todos los éxtasis patrióticos que se requieren para adocenar niños en la escuela.

Lubitsch, Siodmak, Lang, Stroheim, Sternberg, Wilder, nombres que apenas dicen nada ya, pero que Hollywood convirtió en apellidos locales sobre los que alzar la ciudad inventada, la capital ficticia del cine. Cada vez que escucho la palabra refugiado pienso en ellos. Y en lo mucho que ganó el país de acogida cuando les prestó los medios para trabajar e instalarse en su industria. Aquello sí que hizo Norteamérica grande mientras Europa empequeñecía hasta la mínima expresión. Tan mínima que, una vez destruida, alguien pensó que saltarse las limitaciones nacionales para fundar algo más ambicioso sería la única receta para volver a crecer, para volver a ser algo.

Europa transita ahora hacia el pasado. Hasta nuevos alemanes pretenden hacer grande otra vez a su país y han entrado en el Parlamento para cerrar las puertas. No son los únicos, todos los países tienen un relato falseado de su grandeza pasada, una especie de nostalgia idealizada con la que humillar al presente complejo y lleno de retos. Hemos concluido el primer plazo de admisión de refugiados en Europa con uno de los fracasos más sonados de nuestra historia común. La política, que puede ser ambiciosa y utilísima, se ve reducida en el paso obligatorio de la urna a una expresión demasiadas veces localista y cortoplacista. Lo que nos hará grandes es siempre el futuro, nunca el pasado recuperado. ¿Pero cómo contar esa película si hasta el cine ha perdido sus ambiciones esenciales a los pies de la recaudación en taquilla?

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