Una antigua ternura
SI LO RECORDARA, sabría que entró en aquella tienda una mañana de otoño, a mediados de los años ochenta.
Cuando iba a trabajar, estaba segura de que se había quedado embarazada. Era muy joven, muy inexperta, no buscaba tener un hijo y sin embargo, de repente, se dejó arrebatar por una emoción inexplicable. Fue eso, un demonio benévolo que la poseyó súbitamente mientras andaba por la calle, lo que la convenció. Desde ese instante y a lo largo de una mañana plácida, sin demasiado trabajo, se esforzó por hallar síntomas físicos, con tanto empeño que acabó encontrándolos. El café con leche le supo raro, confundió con dolor una tensión mínima en la zona lumbar, contó los días de retraso, no pudo sumar más de seis y de repente le parecieron muchísimos. Por eso, al volver a casa a mediodía, entró en una juguetería que estaba a punto de cerrar y compró aquel juguete, una cabeza de payaso fijada en un aro de plástico cuya parte inferior tenía forma de mordedor. El gorro del muñeco era de telas de colores de diversas texturas que producían sonidos y efectos diferentes cuando el niño las tocaba o las apretaba. No era nada, un sonajero, pero durante dos días, los que tardó en venirle la regla, lo guardó en el cajón de su mesilla y lo miró en secreto muchas veces.
Tres años más tarde, cuando se quedó embarazada de verdad por primera vez, de otro hombre, en otra vida mejor y definitiva, ni se acordó de aquel juguete.
Luego, su marido la dejó por otra. No llevaban ni un año casados, no tenían propiedades en común, un piso de alquiler y cuatro cosas. Ella se llevó las suyas, aquel sonajero dentro de una bolsa llena de pañuelos y collares de bisutería que fue a parar al maletero de su nueva habitación, en un piso compartido con dos amigas. Tres años más tarde, cuando se quedó embarazada de verdad por primera vez, de otro hombre, en otra vida mejor y definitiva, ni se acordó de aquel juguete. El tiempo pasó deprisa. Tuvo otra hija, cambió de trabajo, compró una casa y, de mudanza en mudanza, aquella bolsa de tela fue rodando de maletero en maletero, hasta ocupar el fondo de una caja arrumbada en el trastero de su primera vivienda en propiedad. Ya en el siglo XXI, cuando se mudaron a otra más grande, los trabajadores de la empresa de mudanzas la cambiaron de sitio sin que ella llegara a verla.
Ahora tiene tres nietos y la que está a punto de mudarse es su hija mayor. Por eso, y porque se ha puesto muy pesada, ha accedido a subir con ella y con su hermana hasta el trastero, para pasar el día mirando muebles y vaciando armarios. A la hora de comer, las tres están cansadas y rebozadas en polvo, la madre estupefacta por la cantidad de cosas que ha llegado a acumular en su vida, las hijas contentas por todos los objetos viejos, inservibles, que se han propuesto reciclar. Cuando está a punto de proponer que se vayan ya a comer, sólo queda una caja por abrir. Las más jóvenes insisten en revisar su contenido, pero acceden a llevársela, junto con todos sus tesoros, a la casa de sus padres. Allí, mientras ella hace la comida, la abren para sembrar la encimera de pañuelos, collares y pendientes, todo muy ochentero, según la pequeña. Y al final, al fondo de la bolsa que estaba en el fondo de la última caja, aparece un juguete pasado de moda, con los colores comidos por el tiempo, que sin embargo parece nuevo.
¿Esto era mío?, pregunta la mayor, y al principio no sabe qué decir. No, musita al rato, no creo, y la bechamel se le llena de grumos mientras lo piensa. No puede ser, concluye mientras bate la sartén con energía, porque todo eso es muy antiguo, de antes de que me casara con Curro…
Después de verter la bechamel sobre los canelones, los mete en el horno. Luego, mientras toca el sonajero para advertir que cada pico del gorro tiene una textura distinta, esta más rugosa, aquella más crujiente, su marido entra en la cocina. ¿Esto era mío, papá?, insiste la mayor. No, contesta él, la memoria privilegiada de la familia, eso no lo he visto yo en mi vida. Bueno, pues me lo quedo, insiste ella, de todas formas, tuvo que ser mío, así que…
No, su madre se lo quita de las manos, se lo mete en el bolsillo, esto me lo quedo yo. No le cuenta a ninguno que no tiene ni idea de cómo ha ido a parar aquel juguete a su armario, y todavía menos que, aun sin saberlo, al tocarlo ha sentido una antigua y profunda ternura.
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