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Columna
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La catástrofe de Babel

Hay mucha deformación del lenguaje para amoldarlo a los objetivos políticos de cada cual

Fernando Vallespín
Carles Puigdemont durante un acto de campaña por el 'sí' en el referéndum del 1-O en Sant Cugat del Vallés.
Carles Puigdemont durante un acto de campaña por el 'sí' en el referéndum del 1-O en Sant Cugat del Vallés.ALBERT GEA (REUTERS)

Tomo prestada esta expresión del filósofo P. Sloterdijk (En el mismo barco, Siruela). El mito de Babel como manifestación de la pérdida del consenso entre los hombres, el ser condenados a no poder entenderse entre sí y a disgregarse por el mundo. En términos del filósofo alemán, el objetivo del dios bíblico al crear los diferentes lenguajes es que “la ciudad ha de fracasar a fin de que la sociedad tribal pueda vivir”. Cada cual, como diríamos hoy, en su “cámara de eco”, en su propio refugio de significados y formas de vida compartidas y excluyentes, en sus convicciones soldadas a fuer de emociones y relatos propios. Nada aísla y divide más que la pérdida de un lenguaje común, el ejercicio de violentar el significado de las palabras para impedir aquello para lo que fueron diseñadas, el entendimiento mutuo.

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En nuestro así llamado conflicto catalán hay mucho de deformación del lenguaje para amoldarlo a los objetivos políticos de cada cual y hacer así imposible el acceso a los consensos mínimos sobre los que se edifica la concordia. Con el agravante de que la primera víctima ha sido el propio concepto de democracia, el único respecto del cual no debería haber disputa alguna. Y sin embargo, este es ocupado, al modo de Laclau, como si se tratara de un significante vacío, un mero instrumento sobre el que instituir la política de confrontación. Mi democracia no es la tuya y viceversa.

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Las declaraciones de Puigdemont en Madrid lo dejaron claro: “El Estado español no tiene tanto poder para impedir tanta democracia”. A unos les asiste el poder y los otros son los ungidos por el ideal del bravo pueblo armado con sus votos como principal mecanismo identificador. Los unos, los otros; nosotros, ellos. La identificación se construye y reconstruye discursivamente para facilitar el antagonismo identitario.

En esta guerra de representaciones lo importante no es el significado natural de las palabras, ni el adecuado ajuste a la verdad de los hechos, sino el valerse de aquellas para facilitar la escisión. Al Gobierno de Madrid al menos le asiste la objetividad de la lógica jurídica, que establece claramente lo que es o no ajustado al derecho. De poco sirve, sin embargo, si la otra parte lo reduce a “poder”. Ley es poder y democracia es su reverso. Chocante. Pero funciona. Funciona porque en la cámara de eco nacionalista no se admiten voces disidentes y todos leen, escuchan y se sujetan a los significados prefijados.

Si esto es así, ¿para quién escribo? ¿Para mi propio “nosotros” o para buscar ser entendido? ¿Pero cómo puedo ser comprendido si ya a priori se me asigna a una de las partes por el mero hecho de escribir donde escribo? El columnista cae en la melancolía. O en la impotencia de quien se siente incapaz de buscar significados comunes, la comunicación y el entendimiento mutuo. La catástrofe de Babel.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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