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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

El terror que financiamos

La Unión Europea cierra los ojos ante el maltrato que reciben los migrantes en Libia

Mural de Lask en París.
Mural de Lask en París. Jeanne Menjoulet

Al campo clandestino de detención en La Plata, Buenos Aires, lo llamaron La Cacha en referencia a la bruja Cachavacha, un personaje de los cuentos infantiles argentinos que hacía desaparecer a las personas. Allí fue llevada Maria Laura Bretal, natural de Buenos Aires, la noche del 5 de mayo de 1978. Según su propio testimonio ante el Consulado General de España en Buenos Aires, María Laura fue secuestrada por miembros de la Policía Federal y Fuerzas Armadas argentinas y llevada a este campo de detención, donde permaneció 121 días. Durante aquellos meses, Maria Laura, embarazada de cuatro meses, sufrió continuas torturas, todo tipo de vejaciones y hasta simulacros de fusilamiento.

Ella vivió para contarlo, pero no tuvieron la misma suerte 30.000 personas que pasaron por campos de detención similares a La Cacha que desaparecieron sin dejar rastro. Entre 1976 y 1983, la dictadura de Rafael Videla ejerció una violencia sistematizada hacia sus ciudadanos, haciendo uso del secuestro, la tortura y el asesinato para atemorizar a toda una población y paralizar todo cuestionamiento a la dictadura militar.

Todos hemos aprendido y reconocemos que lo que ocurrió en Argentina con Videla constituye un caso de terrorismo de Estado. Según Ruth Blakeley, profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad de Kent (Reino Unido), el terrorismo de Estado es un acto deliberado de violencia contra unos individuos que el Estado tiene obligación de proteger, perpetrado por actores que actúan en nombre de o en colaboración con el Estado, incluyendo paramilitares o agentes privados de seguridad. La intención de todo acto terrorista es provocar un miedo extremo en una audiencia que se identifica con la víctima para que, de esta manera, la audiencia de destino se vea obligada a cambiar radicalmente, de alguna manera, su propio comportamiento.

Ahora les propongo volver al presente para analizar bajo estos parámetros el caso de Libia. Libia es un Estado fallido a todos los efectos, donde la violencia y los conflictos armados volvieron a estallar en 2014 entre los grupos que habían derrocado a Muamar el Gadafi y donde, además, se practica una violencia sistemática hacia migrantes y refugiados que la atraviesan. Las personas son detenidas arbitrariamente, interceptadas en el mar por guardas costeros libios, arrestadas por las calles y trasladadas a centros de detención. Una vez allí, se les somete a todo tipo de vejaciones y abusos, e incluso son vendidas como esclavas, según el informe realizado por el Gobierno de Angela Merkel el pasado mes de diciembre. Partiendo de esta base, ¿puede el concepto de terrorismo de Estado vincular prácticas tan alejadas en el tiempo y en el espacio como la dictadura argentina y el trato dado a los migrantes en Libia? Estas cuatro claves muestran que sí:

1. En ambos casos se trata de actos deliberados de violencia contra personas que el Estado tiene obligación de proteger, puesto que, de acuerdo con el derecho internacional en materia de derechos humanos, la entrada en un país de manera irregular no exime a un país de proteger los derechos humanos de aquellas personas.

2. Constituyen actos de violencia perpetrados por las fuerzas de seguridad libias, financiados por la Unión Europea.

3. Con estos actos de violencia no solo se pretende aterrorizar a las víctimas directas, sino también a los migrantes en potencia que se identifican con la víctima.

4. El objetivo de esta violencia es obligar a la audiencia que se identifica con los migrantes a cambiar su comportamiento, es decir, a que decidan no migrar.

Nos encontramos ante una violencia estructural y sistemática, ante un terrorismo de Estado ejecutado hacia personas a las que el propio Estado tiene la obligación de proteger. Y la Unión Europea no solo observa impasible, sino que incluso firma acuerdos en los que Libia recibe dinero y formación para seguir cometiendo estos actos de terrorismo, como es el caso de Francia e Italia. De esta manera, estos países, bajo el amparo de la Unión Europea, se han convertido en estados que financian y apoyan el terrorismo.

A pocas semanas del acuerdo firmado entre el ministro del Interior italiano y el Gobierno libio, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas sobre los refugiados ya afirmaba que los desembarcos en Italia se habían reducido a la mitad, pasando de 23.000 en julio de 2016 a menos de 11.000 en el mes de agosto. Esta cifra no viene libre de culpa, viene salpicada por un Estado libio que tortura, encierra y asesina a los migrantes y una Unión Europea que cierra los ojos ante tales ejercicios de violencia, permitiendo que sus estados miembros financien el terror. Esta disminución en el número de llegadas supone un éxito para las medidas de control migratorio de la Unión Europea, y resulta escalofriante pensar que mayor es el éxito, cuanto más se asemeja Libia a la Argentina de Videla.

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