La salsa vuelve a explotar en Nueva York
EL MUSEO DEL BARRIO, en la Quinta Avenida, calle 104, fue el primero de la comunidad puertorriqueña en Nueva York. En estas calles del este de Manhattan comienza el Harlem Hispano. Esta no es la Quinta Avenida del Hotel Plaza (aunque seguimos en la llamada “milla de los museos”). Estamos en una frontera, la del mundo neoyorquino blanco, anglosajón y protestante (WASP, en sus siglas en inglés) y la comunidad hispana y puertorriqueña. El hecho de que se haya montado la magnífica exposición Rhythm & Power: Salsa in New York en el Museo de la Ciudad de Nueva York, justo al lado del Museo del Barrio, ya es todo un gesto. Quizás de ahí el segundo término del título de la muestra: la referencia al power. Hace 20 años esta exposición se habría montado en el Museo del Barrio, como manifestación cultural de la minoría hispana: hoy proclama —en parte por la globalización de la salsa— la conquista de un espacio dedicado a la historia oficial de la ciudad.
La entrada a la exhibición nos recibe con una enorme foto de la cantante puertorriqueña por excelencia de los años cuarenta y cincuenta, Ruth Fernández, La Negra de Ponce, que era guarachera y bolerista. En la instantánea aparece cantando con una big band. La orquesta era la del Club Caborrojeño, uno de los clubes sociales puertorriqueños más antiguos de Nueva York. Esta fotografía tamaño mural nos anticipa que viajaremos de la guaracha a la salsa, de las lentejuelas del Club Caborrojeño a los esmóquines del Palladium, hasta llegar al Cheetah, el legendario salón de baile donde se fundó la salsa en 1971. Cuando llegamos al Cheetah ya habíamos asumido los modos contestatarios de la ciudad, preferíamos los zapatacones y los peinados afros a las chaquetas y las faldas cancán.
Un mural hace alusión al empoderamiento que significó la salsa para la comunidad puertorriqueña de Nueva York. Para esa emigración que comenzó su mudanza a los niuyores en los años veinte —el fenómeno migratorio culminaría en los cuarenta y cincuenta—, la música antillana era una de sus señas de su identidad, tan definitoria como la pobreza, la marginalidad social y el prejuicio racial que se encontró en el norte. La salsa se desarrolló paralela a la progresiva reivindicación de la comunidad puertorriqueña a través de la protesta política. Es la música de nuestra gran ciudad, que ya también es puertorriqueña y latinoamericana, donde se habla español en casi todos sus rincones.
En el suelo de la exposición se destaca otro detalle de novedosa imaginación museográfica: es un esquema que pisamos —cual bailadores—, donde se traza la trayectoria de la salsa, desde la zarzuela hasta la bomba y la plena, pasando por el guaguancó y el boogaloo que popularizaron Joe Cuba y Cheo Feliciano. También se reseña la influencia del jazz latino de Machito y Mario Bauzá, quien fue trompetista, junto a Dizzy Gillespie, de la orquesta de Cab Calloway. El mambo-jazz ejecutado por Tito Rodríguez lo recuerdo de un concierto en el centro comercial de la avenida 65 de Infantería, yo adolescente y recién mudado, de pueblo chiquito, a San Juan. La salsa siempre fue música híbrida que testimonió la mudanza, la emigración y la confusión de lenguas, tanto las del habla como las de la cultura.
La salsa se desarrolló paralela a la reivindicación de la comunidad puertorriqueña a través de la política.
Debo destacar la foto del músico Mon Rivera, en Nueva York, tocando el güiro al lado de una joven puertorriqueña que le somete a la conga, a la manera jaquetona del rumbón de esquina, ella luciendo un afro combativo de los setenta. Mon era un plenero —es decir, hacía música de “plena”, procedente de la costa puertorriqueña— que en mi infancia tuvo un gran éxito comercial con una jitanjáfora cuyo estribillo —¡Ascaracatisquis!— mucha gente de mi generación todavía recuerda. Mon, además de plenero, había sido pelotero [jugador de béisbol], y jugó con los Indios de Mayagüez. Su originalidad fue otorgarle a la plena mayagüezana el uso del trombón. O sea, el sonido salsero tiene en la plena, según Mon Rivera, su ascendencia directa. En la plena tradicional, el trombón nunca tuvo ese rol protagonista, como tampoco en el conjunto cubano, que solo usaba la trompeta.
Durante los años cuarenta, la orquesta neoyorquina del maestro cubano José Curbelo contaba con dos percusionistas puertorriqueños, Tito Rodríguez y Tito Puente, precursores incuestionables de la salsa. Tito Rodríguez tuvo como pianista a Eddie Palmieri, quien comenzaba a transformar, con las influencias del jazz, el desempeño del piano. Tito Rodríguez había logrado en su orquesta cierto sonido jazzístico, con el arreglista judío Aaron Sachs luciéndose con aquel memorable número con solo de saxofón El mundo de las locas. Cuando Eddie Palmieri funda la orquesta La Perfecta, escogió al judío Barry Rogers para tocar como primer trombón y así se fue configurando ese sonido particular de la salsa, que, curiosamente, también tiene sazón yiddish. En una foto de la exposición aparecen en la marquesina del Palladium las orquestas de los hermanos Charlie y Eddie Palmieri. Podría ser una imagen emblemática del sonido de la salsa: ahí vemos la flauta de la charanga cubana junto al trombón apadrinado por nuestro Mon Rivera.
El 23 de mayo de 1966 se celebró un concierto de la agrupación Tico All-Stars anunciado con el nombre de Descargas en el club de jazz Village Gate. La Tico fue la disquera con la que Tito Puente lanzó a la fama a su cantante de aquella época, la escandalosa cubana, La Lupe, La Gigigi. Esa noche ocurre un fenómeno musical que la exposición no reseña. La descarga pone el énfasis más en los solos instrumentales que en un pulido arreglo orquestado. Se usan los riffs, o repeticiones, que provienen del jazz, para darle estructura al número. Uno de los instrumentos claves del mambo-jazz, tal y como se oyó en Tito Rodríguez, y el Chombo Silva del quinteto de Cal Tjader, es decir, el saxofón, desaparece de aquella orquestación. Los discos de descargas grabados aquella noche señalan hacia una ruta de la música latina neoyorquina que nunca se cumplió del todo. Los Tico All-Stars ciertamente no lograron la aceptación popular que cinco años después tendrían los conciertos del Cheetah y el grupo de la Fania All-Stars. Los músicos todavía usan gabanes, están afeitados y no divisamos peinados afros. Participaron virtuosos como los hermanos Palmieri, Johnny Pacheco, Ray Barreto y Tito Puente, Cachao López. Algo que no pudo abolir este concierto fue cómo la música cubana-puertorriqueña siempre fue y será una incitación al baile. El baile como testimonio comunitario no se perdió. Con el bebop, el jazz perdió sus orígenes como música bailable. A pesar de las descargas y los solos prolongados, la música latina no se volvió música para ser escuchada solo en concierto, como le ocurrió al jazz moderno. Los bailarines simplemente no se podían contener, estaban impelidos a “echar un pie”, convertir la música en fervor del cuerpo, como bien ha explicado Ángel Quintero Rivera en su libro Cuerpo y cultura: las músicas mulatas y la subversión del baile (Iberoamericana).
El jueves 26 de agosto de 1971 se pone en escena un concierto en el salón de baile Cheetah donde se establece la salsa como marca. Tito Puente, el principal promotor de las descargas del Village Gate, aseveró que la salsa era algo que él les echaba a los espaguetis. Eddie Palmieri también se mantuvo algo distante de lo que consideraba un truco de mercadeo; siempre aseguró que la salsa era música cubana con sonido puertorriqueño y neoyorquino. El mercadeo de los promotores Jerry Masucci y Ralph Mercado convirtieron las descargas que se tocaron en el Cheetah en fenómeno disquero y publicitario. Se creó la famosa y viajera agrupación Fania All-Stars. Se produjo un documental del concierto en el Cheetah, Nuestra cosa, todo ello bien reseñado e ilustrado en esta exposición.
CON EL CONCIERTO DEL 26 DE AGOSTO DE 1976 EN EL SALÓN DE BAILE CHEETAH SE ESTABLECE LA SALSA COMO MARCA REGISTRADA.
El trombón de sonido abierto y metálico de Willie Colón se convertiría en uno de los sellos distintivos de la marca, lo mismo que el agresivo soneo de un Héctor Lavoe, con su vozarrón de vocales abiertas y explayadas a la manera de la barriada puertorriqueña. Fue un momento de vuelta a las raíces, identificado con el barrio neoyorquino, la presencia de la pobreza y la marginalidad, la protesta social, el grito de guerra de nuestra “cosa latina”. Cuando Willie Colón, alias El Malo, presentó a Rubén Blades, en un disco que aparece en el mural discográfico de la exposición junto a los más notables discos de larga duración de aquella época, mostraba, además del sonido urbano y duro del barrio, la posibilidad de la música protesta latinoamericana. Y el trombón puertorro competía con la trompeta cubiche; si el cubano Chocolate Armenteros todavía estaba ahí para señalar la ascendencia cubana, ahí estaban también los trombones de Reynaldo Jorge y el propio Willie Colón para marcar el legado puertorriqueño de Mon Rivera. Los músicos del Cheetah soltaron los gabanes, vistieron las camisas floreadas que en aquel entonces llamábamos bellacas, se vistieron con las africanas dashikis, usaron los sombreros borsalinos de maleantes barriales y, cuando pudieron, se dejaron crecer barbas y peinados afros; la pinta se volvía rebelde, contestataria, sobre todo urbana, como señala el musicólogo César Miguel Rondón en su seminal El libro de la salsa (Turner).
Hacia los años ochenta se evidenciaba ese tránsito uptown-downtown entre el lar isleño y su más grande ciudad, Nueva York. Recuerdo haber ido a bailar con la orquesta de Charlie Palmieri a un claustrofóbico sótano justo cuando ya comenzaba a imponerse el merengue y la salsa entró en pronta decadencia. Eventualmente Palmieri regresaría a Nueva York. Para los años noventa eran contados los salones de baile dedicados a esta música en la isla.
En el otoño de 1971, Eddie Palmieri ofreció un concierto histórico en la Universidad de Puerto Rico. Palmieri ya lucía una poblada barba —nada quedaba del joven lampiño que aparece en las carátulas de los discos de Tito Rodríguez— y ejecutaba una salsa dura y a la vez musicalmente compleja, en la que la descarga y la síncopa del jazz se unían con el son y el guaguancó cubano, así como también con el significado social —recordemos los números La libertad lógico, Vámonos pa’l monte, Justicia—, a la vez revitalizando números cubanos tradicionales como Bilongo y el equívoco —nunca se supo si era nalguita o perico— Cachito pá huelé, de Arsenio Rodríguez. Palmieri guajeaba en el piano como nadie, acompañado en la llamada cáscara —el toque del palillo llevando el ritmo sobre la parte de metal del timbal— era suma de muchos estilos del piano afrocaribeño, algo así como un barroco Noro Morales que escuchó a Ahmad Jamal o Cecil Taylor. En una foto de la exposición aparece saltando de alegría en uno de los claustros de la Universidad, esos pasillos que conocieron, en los cuarenta y cincuenta, a los peripatéticos Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas. Extraño asunto: dos exiliados españoles republicanos parecen coincidir ahí, fantasmalmente, con este hijo de la emigración puertorriqueña a Nueva York. Pero por qué la euforia. Quizá fue la recuperación de eso que él mismo llamó “isla linda / isla hermosa” en ese himno nacional que nos dio la salsa, la más sentida composición de Palmieri, su inolvidable Puerto Rico.
La hermosa exposición culmina memoriosamente con la colección de objetos venerados cual reliquias: los vistosos murales compuestos por las carátulas de los discos históricos de la salsa; las fotos de sus protagonistas; un Premio Grammy de Eddie Palmieri; un vistoso traje de guarachera de Celia Cruz; el esmoquin del siempre elegante Tito Puente junto con sus zapatos acharolados; el galardón a Eddie Palmieri de la Universidad de Yale; un cartel de la ópera Hommy, estrenada en el Carnegie Hall. Y un holograma de los distintos pasos de salsa, junto con esta cita fundacional de Willie Colón: “Salsa es la suma armónica de toda la cultura latina que se reúne en Nueva York”.
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