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Columna
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Entre huracanes

Rosa Montero

DESDE HACE un par de meses, alguna de las varias aplicaciones meteorológicas que tengo en mi caprichoso y tonto teléfono inteligente ha empezado a enviarme por su cuenta alertas sobre la formación de los huracanes del Atlántico. No sé bien cuál de las aplicaciones es ni por qué se ha activado ese servicio, pero el caso es que de repente comenzaron a aparecer en mi pantalla inquietantes mensajes que decían cosas como ésta: “Rastreador de Huracanes: Tormenta Tropical Ten se ha formado en el océano Atlántico. Hora de observación 07:00 AM”. O, aún peor, como ésta: “Rastreador de Huracanes: ­Huracán Categoría 2 Harvey ha ascendido a Huracán Categoría 3, hora de observación 08:00 PM”. Esta última información fue horas antes de que Harvey embistiera Texas dejando 60 muertos y un pavoroso destrozo, así que yo todavía no me lo tomaba muy en serio.

A finales de agosto también vi “Tormenta Tropical Irma ha ascendido a Huracán Categoría 2. Hora de observación 04:00 PM”, sin saber que estaba asistiendo al nacimiento de un monstruo. Todos estos avisos me parecían, eso sí, vagamente ominosos, opresivos en su amenaza creciente y, sobre todo, los juzgué una certera metáfora de la congoja de existir, de ese temor al futuro que a veces te aprieta el pescuezo hasta cortar el aliento. En la vida siempre suele haber algún huracán formándose a lo lejos, es decir, a lo hondo, en alguno de nuestros más profundos mares interiores. Y hay temporadas en las que permanecemos con los dedos cruzados, confiando en que los vientos amainen antes de que nos arrasen el corazón.

Cómo no recibir constantes avisos de huracanes con la que está cayendo.

De modo que yo había colocado estos inquietantes mensajes en el terreno de lo simbólico. Cómo no recibir constantes avisos de huracanes con la que está cayendo; con el tifón de Cataluña ascendiendo de categoría de modo imparable (escribo este artículo la víspera de la Diada: ya saben que tarda dos semanas en imprimirse); con la amenaza evidente del cambio climático que el actual Gobierno norteamericano sigue negando; con la insidiosa, sucia, cruel guerra terrorista que estamos sufriendo; con el monumental chiflado de Kim Jong-un jugando a las batallas nucleares contra ese otro disparatado gorila que es Donald Trump (y digo gorila, con perdón de esos inteligentes simios, porque ambos líderes no hacen más que aporrearse fanfarronamente el pecho). Por no hablar de los ciclones privados: ya he dicho antes que cada cual aguanta sus vientos interiores.

Pero entonces, de repente, la realidad empezó a ponerse demasiado real. Los huracanes que yo veía metafóricos se convirtieron en verdaderas pesadillas, en trombas letales de viento y agua capaces de destrozar un país. Y, por consiguiente, todas las demás amenazas que simbolizaban también empezaron a parecerme peores y más probables. Penden sobre nuestras cabezas demasiadas catástrofes: en una novela resultaría un planteamiento exagerado. El futuro cercano arruga el ánimo.

Una amiga psicoanalista me contó lo mucho que afectaban los problemas políticos y sociales a sus pacientes y cómo casi todos empeoraban en los instantes críticos: en el 11-M, por ejemplo. No es de extrañar. Hace mucho que no hablo con ella de este tema, pero me imagino que ahora deben de encontrarse en estado poco menos que comatoso. O quizá no, porque el ser humano sólo puede administrar cierta cantidad de angustia y de peligro y, si sobrepasamos la cuota, nos adaptamos a ella.

En otro momento, la muy seria amenaza nuclear de Kim Jong-un y Trump nos hubiera puesto histéricos, pero hoy no disponemos de terror suficiente para eso porque tenemos que dividirlo en varios frentes. De alguna manera es un alivio saber que somos bichos tenaces que podemos resistirlo casi todo; cucarachas vitales capaces de volver a vender ramitos de azahar en las plazas de Beirut un minuto después de un feroz bombardeo; de levantar de nuevo una ciudad arrasada por los vendavales; de lograr forjar acuerdos tras raptos de odio y furia. En las Mil y una noches hay un anillo mágico que supuestamente cura toda pena. Pero cuando el rey por fin lo consigue, comprueba que no es más que un anillo vulgar que lleva grabado: “También esto pasará”. Así están las cosas. Respirar y seguir.

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