Juan Garaizabal, esculpir la memoria
EN SU TALLER-JUNGLA del norte de Madrid, a la sombra de los rascacielos de la Castellana y entre chispazos de radial, estruendo de soldadoras y virutas de metal que conforman esculturas en sí mismas, Juan Garaizabal (Madrid, 1971) avanza hacia su empeño, innegociable: moldear el tiempo como plastilina, apelar a lo que fue pero dejó de ser, y rescatar del pasado y del olvido formas y estructuras que aspira a resucitar: igual dan iglesias bombardeadas en la II Guerra Mundial que almunias del siglo XI, viejos cementerios entre jardines que antiguas estaciones de tren, palacios derruidos que balcones políticamente simbólicos.
Tan simbólicos como corpóreos, a veces casi ciclópeos: no estamos precisamente ante lo que podría denominarse un poeta de la materia, sino ante un artista-artesano que primero estudia y documenta la historia, luego se devana los sesos en reducir sus obsesiones y sus sueños al tamaño de una maqueta, después se las ingenia para superar las (innumerables) trabas administrativas y técnicas que plantean sus proyectos donde los propone y al fin agarra el acero inoxidable, el hormigón y las barras de luz y allá que se va a levantar enormes estructuras en lugares insospechados. Y todo persiguiendo sin descanso una meta resumida en aquella frase de Le Corbusier en su libro de 1937 Cuando las catedrales eran blancas: “Hay pasados vivientes y pasados muertos. Algunos pasados son los más vívidos instigadores del presente y los mejores trampolines del futuro”.
Inventor y hacedor del concepto artístico de Memorias urbanas, Garaizabal es quizá el artista español que mejor simboliza ahora mismo el paradójico contraste entre el prestigio internacional y el desconocimiento —o mal conocimiento— en su propio país. Berlín, Venecia, Chicago, París, Londres, Miami, Washington, Dallas y La Habana han sido ya o están siendo ahora mismo escenarios de sus imponentes estructuras. Algunas de ellas son objeto de instalaciones temporales que luego regresan al estudio del artista o que son adquiridas (en partes) por coleccionistas de medio mundo. Pero otras se quedan ahí para siempre, como es el caso de la Iglesia Bohemia de Belén en Berlín, una silueta de 30 metros de altura con la que Juan Garaizabal resucitó en 2012 el templo bombardeado por los Aliados en 1943, una actuación urbana que le catapultó definitivamente al circuito internacional.
Pero la actual niña de sus ojos, la creación que le tiene ocupada media vida y casi la otra media, es Miami-La Habana. Se trata de un insólito diálogo en la distancia entre dos ciudades, dos países y dos sistemas políticos. Presentado oficialmente en la feria Art Basel/Miami en diciembre de 2015, el proyecto se sostiene sobre dos estructuras en acero inoxidable y barras de luces led separadas por 368 kilómetros. Una de ellas, silueta/evocación de uno de los incontables balcones que pueblan La Habana Vieja, se eleva a una altura de 21 metros en el Museum Park de la capital de Florida desde el pasado mes de diciembre.
pulsa en la fotoJuan Garaizabal, cortando una pieza para la obra 'Vase des Tuileries'.Thomas Canet
La otra, reminiscencia del estilo new déco característico de muchos edificios de Miami, tomará cuerpo ante el mismísimo Malecón de La Habana en octubre. Los dos balcones se mirarán desde la distancia, en lo que supondrá, según su autor, “una especie de reencuentro como el que se produjo entre Berlín Este y Berlín Oeste”. ¿Por qué dos balcones? “Porque el balcón, sobre todo en La Habana, es donde se hace vida, donde la gente se cuenta las cosas y se entera de todo. El balcón es como el Internet de Cuba”.
Su última obra es un diálogo entre dos sistemas políticos a través de sendos balcones en Miami y La Habana.
Garaizabal es un enamorado de La Habana, a la que había viajado varias veces por placer, pero el anuncio de la reanudación de relaciones entre Estados Unidos y Cuba fue lo que le hizo decidirse y hacer su arriesgada propuesta al Bayfront Park Management Trust de Miami, la organización que gestiona el Museum Park. “La obra de La Habana, con acero inoxidable y luz, tendrá un sabor casi como de nave espacial varada ahí, en ese lugar maravilloso, delante del mar… Es que para mí es la mejor ciudad del mundo. Creo que es la obra cumbre de la cultura hispánica, tiene el casco antiguo más ambicioso y urbanísticamente más perfecto —junto con el de Barcelona— que se ha hecho en nuestra cultura”, explica.
Es la fundación cubano-americana Cifo, que preside la empresaria y mecenas cubano-hispano-venezolana Ella Fontanals-Cisneros, la que ha hecho posible el capítulo habanero de este proyecto. “Fueron ellos quienes me abrieron las puertas. Son ellos quienes tienen toda la agenda de contactos artísticos y políticos para poder poner en marcha algo así y generar este entusiasmo”, recuerda el artista.
No es ajeno Juan Garaizabal al tremendo eco que una obra así pueda suscitar en el contexto actual. Bien al contrario, parece disfrutar con esa posibilidad: “En estas obras de la Memoria urbana hay siempre un momento delicado, y es cuando empieza a producirse en los medios de comunicación un debate en torno a la obra, sobre cómo es el resultado final, sobre si tiene sentido que esté ahí o no… Y entonces me pasa que empiezo a sentir como una especie de resaca. Todo el mundo opina, como es lógico, y te pitan los oídos”.
Este artista madrileño —a quien la comisaria, crítica y escritora estadounidense Barbara Rose ungió hace tiempo con su aval, introduciéndolo así en el circuito de coleccionistas internacionales— asegura que le encantan los detractores de su trabajo. “Es algo que he aprendido en Estados Unidos. Para que exista debate tiene que haber gente que diga que eres un farsante, y además, ¿quién no tiene una parte de farsante? Cuando inauguramos en Miami El balcón de La Habana se acababa de morir Fidel Castro, o sea, era un momento delicado. Bueno, pues los organizadores del acto habían dispuesto un espacio para los periodistas, otro para los invitados vip ¡y otro para los detractores de mi obra! Aunque al final no hizo falta, porque no había ninguno”.
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