Interruptores de la memoria
Juan Garaizábal rescata del olvido edificios y recintos desaparecidos en Berlín, Venecia o Estambul El artista crea esquemáticos y poderosos artefactos de acero, hierro y luz
A caballo entre el arte conceptual, el respeto a la memoria, la rabia ante el olvido y la impronta del prestidigitador que saca de su chistera mundos improbables —que no imposibles— Juan Garaizábal insiste con sus hierros, sus aceros y sus luces, los retuerce y los moldea, las enciende y las apaga y planta en medio de la sideral nada sus rescates de un tiempo ido. Trozos de Historia en forma de iglesias, de cementerios, de estaciones. Vestigios que son presente. Emocionantes flores de ruina.
Un imaginario intransferible que tiene que ver más con la fascinación por la magia del esquematismo y la posibilidad del ser que con la satisfacción falsa o imperfecta ante los universos cerrados y el ser, a secas, protagoniza la obra de Garaizábal (Madrid, 1971), que acaba de presentar en Venecia un nuevo hito en una carrera que, ya hace un tiempo, aparcó la condición de incipiente para adquirir la de meteórica, prácticamente sin transiciones ni soluciones de continuidad.
Con su Memoria del jardín, este artista residente a galope entre Madrid y Berlín, pero que lo mismo pulula por Chicago que por Estambul o por Miami que por Río de Janeiro rinde tributo a la memoria de tres personajes que admira profundamente, gente que poco o nada tuvo que ver entre sí, pero a la que la ciudad de los dogos sirvió de común denominador. Amedeo Modigliani, Ezra Pound y Mariano Fortuny son las auténticas almas en tránsito entre las lápidas de acero y leds del viejo cementerio de San Trovaso, resucitadas recientemente por este artista madrileño de origen bilbaíno como uno de los “eventos colaterales” de la Bienal de Venecia: manifestaciones artísticas en el marco de la gran cita veneciana, pero que no forman parte del programa oficial.
‘Memoria del jardín’ rinde tributo a tres personajes unidos por Venecia: Ezra Pound, Modigliani y Fortuny
Memoria del jardín (Memoria del giardino-Memories of the garden) ha desplegado su misterio durante tres semanas —antes de viajar a Miami— en el viejo jardín botánico, antes camposanto, incrustado en el corazón de la Serenísima, donde Ezra Pound solía acudir cada día de sus años venecianos (está enterrado en otro cementerio de la ciudad, San Michele, donde también descansan celebridades como Stravinski, Joseph Brodsky, Diághilev y hasta Helenio Herrera).
San Trovaso era el refugio favorito de Pound, y el lugar por el que el autor de los Cantos —una de las cimas de la poesía del siglo XX— solía pasear cada tarde. Harto de su país de origen, Estados Unidos, y de lo que él consideraba como “la irremediable tiranía de los usureros”, el poeta nacido en Hailey en 1885 eligió Italia como lugar de exilio y abrazó el fascismo, “pero fue porque creyó que en el fascismo se realizaría su sueño económico del crédito social: una nueva economía, libre de usura”, tal y como escribe alguien tan alejado ideológicamente de él como el sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal en el prólogo a la edición en castellano de la antología poética de Pound. Eso duró hasta que las tropas estadounidenses entraron en Italia en 1945 y lo detuvieron por su antisemitismo y su colaboración con el fascismo de Mussolini. De Rapallo, donde vivía, se lo llevaron a Génova para interrogarlo, y luego a Pisa, donde lo metieron en una jaula y le acusaron de casi todos los males de la Humanidad. Bueno, resulta transparente que Ezra Pound no era un santo. Un demonio, parece que tampoco. Un genio en estado puro, desde luego, ahí están los Cantos para quien quiera comprobarlos. Pero eso es otra historia.
En este lugar mágico de San Trovaso estuvo (está), además, el que fuera estudio veneciano de Modigliani, un lugar que Juan Garaizábal ha frecuentado bastante, y donde ha vivido y trabajado durante estas tres frenéticas semanas venecianas. Por último, San Trovaso albergó también durante algún tiempo el almacén de pinturas del pintor español Mariano Fortuny. Un lugar, en suma, cargado de Historia… de historias.
En este cementerio reconvertido en jardín botánico (el más antiguo de Europa, asegura Garaizábal) y bajo el comisariado de la historiadora del arte y comisaria estadounidense Barbara Rose, el autor de Memoria del jardín se ha dedicado a desenterrar esas historias extraordinarias vinculadas con el propio jardín y su propietaria actual, la austriaca Liselotte Höhs, todo un personaje en Venecia, amiga de Fortuny y del propio Pound, y las ha hecho presentes recuperando la forma que el propio jardín tuvo anteriormente: el de pequeño cementerio anexo a la vieja iglesia de San Trovaso.
Mediante acero y leds de color morado (quién sabe si inspirados en esas medusas violáceas por las que el artista siente debilidad en tanto que artefactos estéticos), Juan Garaizábal dibujó en el aire, con su característico lenguaje del boceto, diez lápidas con formato similar al primitivo, basándose en las que aún se encuentran en el cementerio de San Nicolò del Lido. Con cada una de ellas fue haciendo aflorar de forma paulatina las reflexiones y los pensamientos de los tres artistas. Frases como, por ejemplo, “tu único deber es salvar tus sueños”.
La carrera de este artista adquirió nueva dimensión con su recuperación de la iglesia bohemia de Belén, en Berlín
El concepto de memoria urbana sobre el que trabaja el escultor procede de un proyecto suyo en Rumanía, cuando trabajaba en la recuperación de la Ciudad Vieja arrasada por la construcción del inmenso Palacio del Pueblo de Ceausescu. “Memoria urbana viene de un azar que luego se convierte en una búsqueda; yo estaba trabajando en escultura pública y de pronto me di cuenta de que podía trabajar destapando algo que existe. Lo que perseguía era un catálogo mío propio, y no intercambiable con el de otra mucha gente, que es lo que yo estaba haciendo hasta entonces”, explica el artista, que acabaría llevando el año pasado al paroxismo ese proceso de rescate monumental con su trabajo en acero y leds sobre la iglesia bohemia de Belén (Betlehemkirche), en Berlín
“En este proceso”, apunta Garaizábal mientras transita con cuidado por entre la pequeña selva de hierros y aceros de su estudio madrileño, “mi punto de partida es que las cosas que han sido, son; y que lo que antes ha tenido un valor, está. Aunque no se vea, es más, es lo único que de verdad está, el resto de las cosas es relativizable. Y ese proceso de materialización, esa recuperación, esa devolución, tiene un componente positivo: de repente darse cuenta de que cuentas con algo con lo que no contabas, que irrumpe y te sorprende. Cosas que en el pasado han sido únicas, brutales, y de pronto, sin saber por qué, están olvidadas, con gente pasando todos los días por allí e ignorando lo que allí había. Y en el caso de la iglesia bohemia de Belén, entendí que allí había muchas cosas, la historia de aquellos bohemios que decidieron irse de su país e instalarse en Berlín, una decisión difícil, que simboliza para mí el peso del héroe”. La memoria histórica, en forma de varas de hierro dulce o acero apuntando al cielo. Al cielo sobre Berlín.
Acerca de las profesiones de fe y las influencias que le han movido y le mueven como artista, Juan Garaizábal explica: “Hay una frase extraordinaria de Eduardo Chillida que siempre me guía: ‘Un artista debe intentar hacer lo que no sabe hacer’. Yo intento encontrar cosas que a priori no sé lo que son y que me superen. Se llama así: reto. También trato de tender hacia la perfección, creo en la perfección, y creo que estar abierto y dispuesto a ella es clave. A mí, en el fondo, creo que me interesan las cosas como podrían llegar a ser; yo creo que esto es un concepto romántico revisado. No me interesa explorar el lado miserable de los asuntos, ya hay mucha gente que lo hace, y me parece genial, pero yo no estoy en eso”.
Su apuesta se dirige a lo que considera como “una ética de la valentía”, esto es: “Hay un componente que te permite enfrentarte a las cosas de una manera distinta, que es olvidarte de ti mismo y apreciar determinadas cosas que te superan, belleza que no controlas, y asumir que, mejor o peor, vas a ir a por eso. Y eso, en efecto, tiene un alto índice de valentía, porque encierra en todo momento la posibilidad del fracaso”.
Sigamos con las influencias, o con las inspiraciones. “Con 16 años hice una visita a la Fundación Dalí de Figueras; y eso, unido a otra visita, años más tarde, a Chillida-Leku, fue lo que me convenció de que quería ser artista, de que sentía una pasión: generar un universo propio. Con posterioridad, es cierto, me he interesado mucho por la forma de trabajar de Olafur Eliasson, y también he ido cogiendo cosas de Eduardo Arroyo, con quien mantengo un diálogo continuo y que me parece un personaje genial. Es ridículo dedicarte al arte y pretender ponerte un uniforme para parecer eso, un artista. Arroyo es lo contrario, y mi trato con él creo que me ha hecho más resistente ante algunas cosas que tiene esta profesión”.
Por otra parte, Juan Garaizabal considera clave su encuentro con la comisaria y crítica de arte estadounidense Barbara Rose, a quien considera prácticamente como su madrina artística, una especie de hada buena que se le cruzó en el camino. Así define el escultor bilbaíno a la exesposa del artista estadounidense Frank Stella: “Ella siempre ha trabajado en una trinchera del arte, la de los pioneros. Es una de las pocas personas en el mundo del arte que de verdad necesita siempre andar por terrenos por los que no ha andado nadie, es una pionera de verdad. Ese transitar por terrenos no transitados ella lo ha experimentado, ni más ni menos que con gente como Jackson Pollock, Richard Serra, Frank Stella, Christo y otros artistas”.
Fue la propia Barbara Rose quien el año pasado le recomendó que fuera a ver este lugar de Venecia y que conociera a Liselotte Höhs, “la auténtica inspiración de esta obra”. Y que se pusiera a trabajar en las historias heroicas de gente que hizo de su vida una verdadera obra de arte: Pound-Fortuny-Modigliani.
¿Y a partir de ahora? Más dosis de memoria y de rescate. Después de su viaje veneciano, en la primera mitad de septiembre llevará a la Bienal de Estambul su proyecto de reconstitución del antiguo Hipódromo de Constantinopla. Después, a finales de septiembre estará en la feria de Chicago, “la mejor ciudad del mundo en lo que a arte público en la calle se refiere”, con un proyecto de recomposición de la Grand Central Station, a partir de una gran pieza de 60 metros. En octubre se irá a Rio de Janeiro y allí rastreará, en compañía de un historiador, el pasado de la ciudad. “Trabajaremos sobre aquellos elementos que consideremos que sintetizan el espíritu de la ciudad”, explica.
Viejo conocido de Arco y de otras ferias de arte contemporáneo, sin embargo fue su trabajo en la iglesia bohemia de Belén, en Berlín, ciudad que adora, lo que supuso una evidente catapulta a las agendas de compradores, críticos y agentes artísticos. El ayuntamiento berlinés le propuso, y él aceptó, que la aérea, ligera y ciertamente embriagadora silueta de varas de acero y luces con la que resucitó la Betlehemkirche se quedara allí, en la calle de Berlín, de forma permanente. Ahora, entre la conmovedora inconsciencia del artista que no conoce (aunque las haya) fronteras y una mente irremisiblemente cartesiana en todo lo que tiene que ver con la organización de su trabajo y de su vida (ni la bohemia ni la pose de sentarse a esperar a las musas parecen tentarle especialmente), Juan Garaizábal se dispone a seguir en lo suyo. Retorcer hierros y aceros, frecuentar la roña y los jardines secretos para, paso a paso, soldadura a soldadura, seguir encendiendo los interruptores apagados de la memoria.
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