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Columna
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Desastres naturales

Almudena Grandes

LA UNIVERSIDAD DE LA literatura parece un lugar común. No sólo los escritores, también los editores, profesores y críticos lo invaden con frecuencia, pero la única posición desde la que se percibe con claridad es el lugar del lector.

Yo soy mujer, soy española, huérfana de madre desde mi juventud, de padre desde hace ya muchos años. Soy heterosexual, tengo tres hijos, vivo en Madrid. Aunque una vez me asomé a uno activo, nunca he visto un volcán en erupción. Mi experiencia en terremotos se limita a una noche de mi infancia en la que un cuadrito de madera y estaño, colgado sobre mi cama, me cayó en la cabeza, y a un amanecer de invierno en el que el rumor de lo que parecía arena cayendo al otro lado de la pared me despertó en Granada. Tengo tres hermanos, dos varones y una hembra. Su número y su género es lo único que tengo en común con Marco, pero me llevo muy bien con ellos. Los cuatro nos queremos mucho y no nos hemos peleado ni siquiera en el trance de heredar.

Acabo de terminar Desastres naturales, la última novela de mi amigo Pablo Simonetti, y he vuelto a descubrir que la literatura es universal. Porque el protagonista de la historia, Marco Orezzoli, es hombre, es chileno, atesora la amorosa complicidad de su madre, es homosexual, no tiene hijos, cuenta su vida por los desastres naturales que ha experimentado desde su infancia y reserva para sí mismo el lugar de desastre principal. Su vida no tiene nada que ver con la mía y sin embargo me he encontrado conmigo muchas veces en él. Los tortuosos vericuetos del amor que siente por su padre, la culpa que surge de su conciencia de hijo imperfecto, la tormentosa construcción de una identidad propia contra la de sus hermanos, sin querer romper jamás del todo sus víncu­los con ellos, el agridulce saldo de sus viajes, me han instalado en un clima semejante al de ciertos periodos de mi vida. Pero el padre fuerte y poderoso, reducido por la enfermedad a un tembloroso boceto de sí mismo, su repentina fragilidad; la inseguridad de una madre que no tiene manos bastantes para tapar todos los agujeros que horadan la superficie de sus días, ni sabe cómo, dónde rescatar siquiera alguna hebra de aquella armonía que unió a su familia en tiempos más felices, o la crueldad con la que pueden llegar a increparse personas que se quieren de verdad no sólo tienen que ver conmigo. Son asunto de casi todos, de la mayoría de las personas que viven en este torturado planeta.

Hasta que no se abre paso en la propia biografía, parece que la orfandad es una tragedia infantil, una desgracia reservada solamente a los niños pequeños.

Todavía recuerdo la amargura que se instaló en mi paladar cuando soplé las velas de mi 47º cumpleaños, el aniversario maldito de la edad a la que murió mi madre. Desde entonces hasta el 7 de mayo siguiente, me levanté cada mañana con una extraña sensación que no era exactamente culpa, pero se le parecía bastante. Cada noche, al acostarme, celebraba el día que acababa de vivir, de sobrevivirla, y me dolía al mismo tiempo haberlo logrado, tan injusto, tan cruel me parecía que ella no hubiera tenido la posibilidad de disfrutar de esas pocas horas en las que yo no había hecho nada excepcional. Cumplí los 48 con tanta alegría como si fueran 30 menos y la sensación de haber atravesado una barrera maldita, de encontrarme de pronto fuera de peligro. Después, cuando creí que todo había pasado y pude volver a recordar a mi madre sin calcular a todas horas su edad, la que tenía al morir, la que habría tenido si hubiera seguido viviendo a mi lado, murió mi padre y comprendí de repente que me había quedado huérfana.

Hasta que no se abre paso en la propia biografía, parece que la orfandad es una tragedia infantil, una desgracia reservada solamente a los niños pequeños. Los huérfanos sabemos que no es así, que esa repentina soledad hecha también de desamparo, por más que antes de desaparecer se hayan intercambiado los papeles, y unos cuiden de otros tanto como fueron cuidados por ellos una vez, deja una marca indeleble a cualquier edad. La orfandad es una dolorosa fuente de conocimiento que traza una raya en la memoria y proyecta su sombra en un futuro que nunca será el mismo.

De eso trata Desastres naturales. Por eso la literatura es de verdad universal.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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