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Punto de observación
Columna
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Extravagante pesadilla

Lo más contradictorio es que un resultado abrumador a favor de la independencia el 1-O pondría en evidencia que no han existido las garantías procedimentales necesarias

Soledad Gallego-Díaz
Puigdemont durante una visita al semanario de Valls (Tarragona) 'El Vallenc'.
Puigdemont durante una visita al semanario de Valls (Tarragona) 'El Vallenc'.Massimiliano Minocri

La carta en la que destacados políticos independentistas o partidarios de la celebración de la consulta del día 1 ofrecen al Gobierno y al Rey abrir un diálogo no puede tener consecuencias porque es imposible que el Gobierno acepte negociar, justo ahora en que se encuentra sometido a la amenaza de desobediencia y de una consulta ilegal. La única posibilidad real de negociación se abriría precisamente el día 2 de octubre, una vez comprobado que la consulta no ha logrado su objetivo principal: saber qué piensan los catalanes (un porcentaje muy importante de ellos) sobre la inmediata proclamación de una república independiente.

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De hecho, tanto en la oferta de negociación presentada por Artur Mas en 2013, como en la posterior de Carles Puigdemont, la condición previa de la celebración del referéndum de autodeterminación actuaba como la cerradura que, según Mariano Rajoy, impedía tratar los otros puntos. Abierta esa cerradura, los 23 capítulos que planteó Mas o los cuarenta y pico de su sucesor estarán por primera vez, de verdad, sobre la mesa.

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La misiva se dirige también al Rey, aunque la monarquía española está sometida a un régimen parlamentario que niega al jefe del Estado el menor protagonismo en querellas políticas como esta. La confusión es comprensible porque el primero que ha animado al Rey a que tome la palabra en este caso es el presidente Rajoy, dispuesto, una vez más, a que sean las instituciones las que peleen en su nombre en lugar de cumplir con su obligación y pelear él por la salvaguardia de las instituciones. Por mucho que lo diga el PP, el Rey no es el “garante” de la unidad nacional ni de la Constitución (reformable según sus propios procedimientos internos), sino el “símbolo” de la unidad y permanencia del Estado, como lo es el presidente de Alemania.

De aquí al próximo 1-O, mucho más importante que conocer la reacción a la mencionada carta, será saber cómo va a reaccionar el Gobierno de cara a la previsible intensificación este mismo fin de semana, en toda Cataluña, de actos favorables al referéndum. Es evidente que el ala más radical del PP ejerce presiones para que el Gobierno adopte una posición más rígida de lo que hizo el 9-N, activando, por ejemplo, la Ley de Seguridad Nacional, pero es Rajoy quien tiene todo el poder para dosificar esa respuesta. Si se equivoca, estará poniendo en peligro algo más que su Gobierno.

Volviendo al día 1-O, una de las características más notables de la consulta es su efecto fulminante. Lo que el Parlament ha encargado a la Generalitat, sin ningún pacto con su propia oposición, es un plan que incide en todos los aspectos de la vida ciudadana, desde dónde depositar la liquidación trimestral del IVA (¿creen los autónomos que la Generalitat se hará cargo del pago de las multas que les imponga la Agencia Tributaria española?) hasta dónde realizar la próxima declaración de la renta (¿cree alguien que la Generalitat le “devolverá” la parte de su salario o pensión que quede embargada por la Hacienda española, caso de no cumplir sus obligaciones fiscales?).

Lo más contradictorio es que la peor pesadilla de los impulsores de la consulta es ganar por un 90%. Un resultado abrumador no sería una victoria, sino la peor de las derrotas porque nadie, ni en Cataluña ni en la comunidad internacional, puede pensar que un 90% de síes refleje correctamente el pensamiento de la sociedad catalana. Cuanto mayor sea el porcentaje a su favor, más evidencia habrá de que no han existido las garantías procedimentales necesarias. Así que, hoy por hoy, los partidarios de la independencia necesitan una campaña en la que por la mañana se promueva el sí y por la tarde se intente convencer a un número suficiente de personas para que vaya a votar no. Extravagante.

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