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Columna
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Carta robada en Ripoll

Javier Cercas

Y SI NO fuera verdad que no lo sabemos? ¿Y si en el fondo todos conociéramos muy bien la respuesta a la pregunta que nos hacemos cada vez que jóvenes islamistas matan a mansalva en cualquier lugar de Europa? ¿Y si en realidad todos supiéramos qué es lo que hay en la cabeza de esos chicos, sólo que no nos atrevemos a reconocer que lo sabemos o que, con un mínimo ejercicio de imaginación, podríamos saberlo? ¿Y si ese saber fuera como la carta robada del cuento de Edgar Allan Poe, aquel documento que busca en vano la policía de París en el domicilio de un ministro del rey, hasta que el genial detective Auguste Dupin la encuentra en el lugar más ostensible del escritorio del ministro, a la vista de todos?

“Era un tío de puta madre”, dicen de Younes sus amigos de Ripoll. “Mis padres me lo ponían como ejemplo”.

Hagamos entonces un mínimo ejercicio de imaginación. Imaginemos un pueblo cualquiera de España: Ripoll, digamos; imaginemos un grupo de amigos. Son 10: todos cuentan alrededor de 20 años, aunque 3 de ellos no pasan de los 17; sólo algunos han nacido en Ripoll, pero todos son de origen marroquí; hay tres parejas y un trío de hermanos, y todos están en apariencia integrados en el pueblo. Pero sólo en apariencia. Es verdad que todos hablan castellano y catalán, que participan en las fiestas del pueblo, que hacen deporte con los equipos del pueblo, que tienen muchos amigos en el pueblo, que se han escolarizado en el pueblo y que algunos, como Younes Abouyaaqoub, han sido estudiantes excelentes y conseguido trabajos fijos; se trata, en fin, de un puñado de buenos chavales que no causan problemas y que, por cierto, apenas pisan la mezquita. Todo esto es verdad; pero también es verdad que todos esconden la herida profunda del desarraigo: son españoles, pero también son marroquíes (y sus padres quieren que sigan siéndolo); quieren mucho a sus familias, pero se avergüenzan de ellas; se han criado aquí, pero saben que no son de aquí, que en ningún sentido son como los de aquí, que en el colegio eran los moros (por eso las chicas no querían salir con ellos) y que siempre serán los moros; íntimamente sienten que su destino es ser ciudadanos de segunda, carne de cañón. Hasta que un día llega un nuevo imán al pueblo y se hace amigo de los líderes del grupo, y luego del grupo entero, con el que se reúne fuera de la mezquita, en su furgoneta o en su piso. Entonces, gracias al imán providencial, todos encuentran respuestas a todas sus preguntas y culpables de todos sus males (de los suyos, los de sus familias y los de su gente), resuelven las angustiosas contradicciones que los desgarran, felizmente dejan de pensar y decidir por sí mismos, ven la luz. Un día el imán cita quizá una frase de Ali Shariati (“Para un ser humano morir equivale a garantizar la vida de la comunidad”), y entonces los chavales, ebrios de clarividencia e idealismo, comprenden que su destino no es ser secundarios sin futuro sino héroes, santos y mártires, redentores radiantes de su pueblo martirizado por Occidente. Y no mucho después Younes Abouyaaqoub —el mejor chaval del grupo, el más idealista, bondadoso e inteligente— alquila una furgoneta Fiat y, absolutamente seguro de estar cumpliendo con un deber sagrado, a toda velocidad baja 500 metros de La Rambla de Barcelona arrebatado por un delirio asesino que, en su cabeza, se parece a un éxtasis sangriento de beatitud y se parece al paraíso.

“Era un tío de puta madre”, dicen de Younes sus amigos de Ripoll. “Mis padres me lo ponían como ejemplo”, dice uno de sus compañeros de colegio. “Si me hubieran pedido que me tirara a una piscina vacía para defender su inocencia, lo habría hecho sin dudarlo”, dice una de sus educadoras. ¿Se equivocan todos? ¿Los engañó a todos el asesino? Por supuesto que no. Lo que pasa es que todos sabemos algo que está a la vista de todos, como la carta robada de Poe, pero preferimos ignorarlo. Todos sabemos que, adecuadamente envenenadas por una de esas ideologías tóxicas que prometen el cielo y acaban creando el infierno, las mejores personas pueden cometer las peores maldades. Todos lo sabemos, pero fingimos no saberlo. Porque, para nuestra moral pusilánime (o para nuestro fariseísmo), ese saber es insoportable.

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