Javier Marías: “El mundo es hoy mucho menos inteligente”
EL APARTAMENTO de Javier Marías, en el bullicioso centro de Madrid, tiene algo de santuario. Es más bien una biblioteca habitada. Y animada. El escritor vive solo, pero uno tiene la impresión de estar acompañado por una multitud de seres amigables. Tal vez sean esos batallones de soldaditos de plomo desplegados en los muebles, o las decenas de hombrecillos diminutos sentados sobre los libros. O la mirada socarrona de Juan Benet que destaca entre decenas de fotos. Por no hablar, por supuesto, de los miles de autores que pueblan las estanterías de madera, y que miran con recelo a Tintín y a los vecinos de la Rue del Percebe. Todo está meticulosamente ordenado. Un refugio perfecto para protegerse de un mundo que Marías (Madrid, 1951) encuentra cada vez más hostil y más estúpido. Aquí, a lo largo de 770 días (que se quedaron en 331 por las interrupciones, según consta en su agenda), el escritor ha fraguado Berta Isla (Alfaguara), que ve la luz esta semana. Una novela a dos voces, entre dos países y a lo largo de tres décadas. Escoltado por una reserva de cajetillas de rubio, extrae un cigarrillo de una pitillera de piel y escucha la primera pregunta con una bocanada.
Hace 10 años, tras publicar el tercer y último volumen de Tu rostro mañana, se quedó con la sensación de que no tenía más que decir. Sin embargo, escribió después otras dos novelas y ahora en esta última, Berta Isla, retoma personajes, escenarios y obsesiones de la trilogía. ¿Qué ha querido añadir? Mis novelas están muy imbricadas entre sí. Me apetecía recuperar algunos de los personajes y volver a ese mundo del espionaje, muy sui generis… Aquí no hay aventurillas, o misioncillas, de eso existe ya mucho; lo que me interesaba esencialmente es lo que le pasa a una persona, en este caso Berta Isla, cuyo matrimonio se convierte en una convivencia intermitente, con un marido que aparece y desaparece, y del que en un momento dado deja de tener noticias. Este asunto de la persona que desaparece, y vuelve o no, es tan antiguo en la literatura universal como la Odisea. Siempre me ha fascinado y lo he tratado en otros libros. Y unido a ello me estimuló la lectura de un libro que edité hace año y medio en Reino de Redonda, La mujer de Martin Guerre, de Janet Lewis. Es una novela de los años cuarenta, muy anterior a la película, que cuenta una historia real de la Francia del siglo XVI. Un caso que levantó una expectación enorme, incluso Montaigne asistió al juicio de ese hombre que parecía ser el marido pero podía ser un impostor… Incitado por eso (yo nunca oculto mis influencias o mis fuentes, cosa que la mayor parte de los escritores sí suele hacer), quise retomar ese tema por extenso.
Ha definido Berta Isla como la crónica de una espera, pero también es la crónica del destino trazado, en el caso de Tomás Nevinson, el marido. Sí, otra de las ideas que me estimularon, y que había esbozado en mi anterior novela, Así empieza lo malo, es la idea de ser divisado, de ser avistado. En el momento en que nacemos quedamos expuestos a cualquier cosa, entre otras a que el Estado u otros individuos fijen sus ojos en nosotros e intenten utilizar nuestras virtudes en su provecho.
“Algo fascinante de los espías, que veo próximos a los novelistas, es que tienen que renunciar a menudo a su propio ser y hacerse pasar por quienes no son”.
Tomás es pasivo, construye su personalidad a base de no tener personalidad. En ese sentido el personaje de Berta me parece mucho más sólido. Probablemente sí, pero hay que tener en cuenta que hay una parte de la novela en tercera persona, que es la que se refiere a Tomás, y otra parte en primera persona, que corresponde a Berta Isla, y es normal que si tú estás asistiendo a la voz de un personaje, ese personaje adquiera mayor corporeidad, mayor fuerza que el otro. Es un poco deliberado. El personaje de Tomás Nevinson inicialmente es muy joven, no muy sagaz, y se ve involucrado en un suceso que le fuerza a prescindir de su propia personalidad. En cierto sentido, lo que tú dices, lejos de parecerme un defecto, me parece que es más bien lo que corresponde que sea; es un personaje que al meterse en ese mundo del espionaje está abocado a dejar de ser quien es, a no ser nadie, y a no conocerse. Una de las cosas fascinantes de los espías, que yo veo como gente muy próxima a los novelistas o a los creadores de ficciones, es que frecuentemente, sobre todo si son infiltrados o agentes encubiertos, tienen que renunciar a su propio ser y hacerse pasar por quienes no son, o por lo contrario de lo que son. Y como dice uno de los personajes de la novela, cuando eso se prolonga es difícil regresar a la vida normal.
Pero no intenta rebelarse contra ese destino. No se rebela porque cuando empieza es bisoño y no tiene capacidad de reacción. Y llega un momento en que se convence a sí mismo de que eso es lo que quiere hacer, puesto que le ha tocado. Es la conformidad con el destino que nos va tocando a cada cual.
La yuxtaposición de la narración en tercera persona, en el caso de Tomás, y en primera persona, en el caso de Berta, es interesante. Hace tiempo dijo que asumir la voz femenina le resultaba complicado. ¿Ya está cómodo en este registro? Sí, después de haber escrito Los enamoramientos con la voz de una mujer, las partes narrativas de Berta Isla no me resultaron tan duras como aquella vez. Ahora lo que me ha resultado un poco más complicado han sido precisamente las partes en tercera persona, porque todas mis novelas habían sido en primera persona desde El hombre sentimental, en 1986, y estaba tan desentrenado que llegué a pensar que no sabría contar ya en tercera persona.
De hecho, el extrañamiento, el desdibujamiento de los rasgos del ausente, en boca de Berta, da lugar a los pasajes más emotivos. Bien está; si una novela produce emociones, pues qué más quiere uno. Lo peor sería leer una novela que es entretenida sin más.
A lo largo del libro Tomás repite unos versos de T. S. Eliot que son un presagio, en el sentido de que va a convertirse en un “desterrado del universo”. ¿Los escogió específicamente para la trama? Yo no escojo nunca nada. Trabajo de una forma tan improvisada que muchas veces me encuentro con algo que estoy leyendo, o releyendo por azar, y de pronto le veo un sentido como para incorporarlo a la novela que estoy escribiendo, pero sin saber exactamente la misión que va a tener. Lo mismo me sucede con cosas menores, o diminutas.
Ahora que me fijo, esta cajetilla que tiene aquí en la mesa está reproducida en el libro… Marcovitch, la marca que fuma Tomás. Esto es una vieja cajetilla que yo tengo de cuando existían estos cigarrillos… Sí, incorporo muchas cosas que tengo a mano. En Así empieza lo malo está reproducido un cuadro que uno de los personajes mira a menudo y que es mío, del pintor Francesco Casanova, hermano del famoso Casanova. No quiere decir que me identifique con tal o cual personaje; les presto cosas. Yo siempre digo que trabajo con brújula, no con mapa, y la brújula señala al norte: no es que no sepa dónde voy, pero lo que no sé es cuál será el recorrido ni cuál será tampoco el final. Voy cambiando, voy improvisando, me voy contradiciendo… Supongo que una de las cosas que a mí me divierten de escribir novelas, entre otras, es averiguar las historias a la vez que las escribo. Luego, cuando la novela esté publicada y pasen unos años, me parecerá inconcebible que sea distinta de como habrá resultado ser al final, pero mientras la escribo todas las posibilidades están abiertas. Cada vez soporto menos saber demasiado de la novela.
Y en este caso, ¿le ha vuelto a asaltar la inseguridad al escribirla? Sí, siempre. Cuando mencionabas al principio Tu rostro mañana… me sigue pasando lo mismo siempre. Yo termino una novela y nunca sé si habrá otra. No tengo tantas historias en la cabeza. En los últimos tiempos las he ido publicando cada tres años, no es algo deliberado, y cada novela que empiezo tengo una inseguridad horrorosa. Las personas que están cerca de mí y que me oyen despotricar mientras las escribo —¡esto es una porquería, no tiene sentido, esta vez sí que es fatal!— me dicen: “Esto lo decías la vez anterior”… Y digo: “Sí, pero la otra ya está acabada, y era más fácil que esta otra que no tengo hecha…”.
Eso va en el carácter. No cambia. Me temo. Hay gente que puede hacer una novela y otra y otra y todas están bien. Pero se ve que son novelas de oficio. Yo tengo que tener un estímulo, una inspiración suficiente como para ponerme a ello. Hombre, supongo que también el oficio se va adquiriendo, y yo llevo… 46 años desde que publiqué la primera, con 19. Es horrible.
Tomás Nevinson, y otros personajes suyos, son incapaces de conocerse a sí mismos. ¿Usted practica la introspección? No, eso es un rasgo que comparto con ellos. Me parece una pérdida de tiempo andarse mirando mucho a uno mismo. Creo además que en el fondo todo el mundo se conoce bastante sin tener que hacer grandes esfuerzos. Hombre, todos podemos llevarnos sorpresas con nosotros mismos, evidentemente, pero si las circunstancias nos impelen a ello, como puede ser una guerra. Por ejemplo, cuando uno piensa en la Guerra Civil, que todavía nos da mucho que pensar a los españoles, uno cree saber cómo se habría comportado, pero a poco que se sea sincero, la verdad es que no lo sabemos.
“Me subleva que, en contra del criterio de la familia, se insista en buscar los restos de García Lorca. Me molesta ese trasiego, tráfico incluso, de cadáveres”.
Por cierto, en el libro insiste en otra idea suya de que no se puede juzgar una guerra desde un tiempo de paz. Que quienes viven hoy cómodamente no deben juzgar a quienes les tocó sufrir el desastre. ¿Qué opina del afán por resucitar la Guerra Civil por parte de nietos y bisnietos? Creo que hay un poco de pose, y hay algo de facilón. Queda uno muy bien clamando por que se haga justicia. ¿Justicia a quién? A mí me parece muy respetable, por ejemplo, que haya gente que quiera desenterrar a sus muertos y darles una sepultura mejor. A mi tío Emilio lo mató con 18 años una brigada de milicianos de Madrid que dirigía el siniestramente famoso Agapito García Atadell. No hay justicia posible que se le pueda hacer. No sé dónde está enterrado ni me importa. Yo no tengo la superstición de los huesos, y creo además que hay que dejar a los muertos en paz. Por ejemplo, a mí me subleva mucho cada vez que, en contra además del criterio de su familia, se insiste en buscar los restos de García Lorca. Me da la impresión de que en gran medida se los quiere buscar para sacarles provecho… Me molesta esa especie de trasiego, tráfico incluso, de cadáveres. Pero entiendo también que haya quien quiera recuperar a su familiar y me parece perfectamente lícito. Ahora bien, quienes están ya muy lejos de eso… Tengo 65 años, mi generación no vivió la guerra, pero nuestros padres sí, plenamente, y en mi familia tuve por un lado a ese tío asesinado por milicianos y por otro lado a mi padre, que el 15 de mayo de 1939 fue detenido bajo gravísimas acusaciones, y falsas, como que era colaborador de Pravda, y estuvo en prisión varios meses y se salvó de ser fusilado. Pero ya a las siguientes generaciones todo eso les pilla un poco lejos, y esa insistencia suena un poco a impostura. ¡Se ha llegado a exigir que se juzgara a gente muerta por sus crímenes en el franquismo! Si estuvieran vivos me parecería bien, pero juzgar a gente muerta me parece un absurdo. Entonces yo creo que hay un poco de exageración.
Su preocupación por la traición, la doblez, el rostro oculto, ¿se fragua en la delación de la que fue víctima su padre [el filósofo Julián Marías] o tiene que ver más con el ambiente vivido en la dictadura? Sí, indudablemente. Yo esa historia de mi padre la había oído contar desde chico, aunque un poco endulzada, y el hecho de que el que presentara la denuncia y la difamación (mi padre había sido republicano, pero no había hecho nada de lo que se le acusó) fuera un amigo de toda la vida impresiona mucho.
¿Qué buscaba? No lo sé, y mi padre dijo no saberlo tampoco. Él nunca quiso tomar venganza ni dar a conocer los nombres siquiera después de la muerte de Franco. Yo hice una trampa… en Tu rostro mañana, tomo la historia de mi padre en el personaje de Juan Deza, y dentro de esa ficción los nombres de los delatores se corresponden casi con los nombres reales. Recuerdo que antes de publicar el primer volumen le leí esa parte a mi padre, y entonces él me dijo: “Está bien, me gusta. Pero yo nunca he dicho los nombres”. Y le dije: “Bueno, pero ahora el que está contando la historia soy yo”. Mi padre no quiso saber nada, ni contaminarse combatiendo a esa gente. Lo cual lo entiendo hasta cierto punto. No puedes meterte en todas las guerras, porque hay enemigos que realmente manchan demasiado, incluso aunque sea para combatirlos, y si puedes evitarlo, pues mejor, por higiene mental, vital y biográfica. Pero es un tema que aparece mucho en mis novelas: la persuasión, la conveniencia de tener secretos, la sospecha… son temas universales, que todos vivimos y padecemos.
“Claro que tengo nostalgia. He conocido otras épocas menos inmersas en idioteces. Eso hace que algunos me llamen cascarrabias. Y puede que lo sea”.
Frente a otras de sus novelas, en las que la trama es contemporánea al momento de escribirlas, Berta Isla abarca casi tres décadas, de los años sesenta a los noventa. Sí, también en la anterior, Así empieza lo malo, retrocedo a otra época, a los años ochenta. Es una cosa curiosa y ahí me paré un poco a pensar, qué está pasando… Creo que una de las razones, y esto no caerá muy bien a la gente actual, es que el tipo de conflictos, de ambigüedades, de dilemas, morales incluso, que a mí me interesa tratar en mis novelas y que se les presentan a mis personajes, cada vez me resultaría más inverosímil atribuírselos a personas de 2017, porque tengo la sensación de que la gente (con excepciones) ha perdido sustancia. Y no me estoy refiriendo a los jóvenes. Creo que los tiempos influyen en todas las generaciones, y hay personas de 70 años que ahora han perdido sustancia respecto a como eran ellos mismos, y no sé, hace 20 años no veía a un señor de 70 años en pantalón corto haciéndole una foto a una baldosa, o cualquier otra estupidez. Ahora da la impresión de que la gente ha perdido densidad, profundidad. Entonces poner este tipo de conflictos o de complejidades en personajes de ahora, creo que chocaría mucho.
Justamente, en Berta Isla hace acotaciones sobre cambios de costumbres, la sobreprotección de la juventud, la pérdida de la cortesía, el desprecio hacia la excelencia… ¿Vive con nostalgia? Hombre, sí. Yo la verdad es que tengo una sensación… pero eso puede que sea achacable a mí, voy cumpliendo años, y al hacerse uno mayor ve cada vez más ajeno el mundo nuevo. Puede que sea defecto mío… Hay una frase en la novela en la cual se dice algo así como que a medida que nos hacemos mayores, el mundo lo usurpan…
“Por la manera en que funcionan las redes sociales, es muy fácil manipular a la gente hoy día. Uno piensa qué habría hecho Goebbels con Twitter…”.
La tengo aquí anotada: “Los países los usurpan quienes van naciendo sin querer, a nosotros nos usurpan los adultos o los viejos en que nos convertimos sin querer”. Sí, hay mayor ignorancia deliberada del pasado, mayor indiferencia sobre lo que ha ocurrido con anterioridad… Hace poco en un cuestionario breve me preguntaron “Cuál es su mayor pesar”. Y contesté algo así como saber que voy a dejar un mundo menos agradable y menos inteligente que el que encontré al nacer. No me estoy refiriendo obviamente a lo político, porque yo nací durante la dictadura de Franco, pero sí a la manera de ser de las personas, los valores, las inquietudes… Tengo la sensación de que el mundo es mucho menos inteligente que en los años cincuenta y sesenta, y que es menos agradable. Y entonces, claro que tengo de vez en cuando alguna nostalgia; he conocido otras épocas que me parecían globalmente más sensatas, menos inmersas en idioteces, y esa sensación es la que hace que mucha gente que lee mis artículos de los domingos considere que estoy enfadado con el mundo.
Y que se ha vuelto un cascarrabias. No le hicieron demasiada gracia las columnas de Joaquín Reyes en EL PAÍS…
En fin, yo no he dicho nada.
Lo equiparó a Paco Martínez Soria. Dos líneas le dediqué, porque a mí su trabajo me hace tanta gracia como el de Paco Martínez Soria, pero vamos, todo el mundo es libre de opinar lo que quiera. Hombre, este señor me parece un poco parasitario, y un poco insistente, pero bueno, tampoco tengo queja. No es el único que me llama cascarrabias… Y puede que lo sea. Ya he dicho que cuando era joven fui un impertinente y un aguafiestas, que es otra cosa distinta. Cascarrabias va connotado con la edad, y es posible que ahora lo sea.
De todas formas, las quejas por la decadencia se las oía a su padre, y de hecho se repiten en todas las épocas. ¿Por qué sería peor ahora? No sé si se han repetido siempre. Ha habido épocas en las que se ha tenido conciencia de mejora. No creo que todas las generaciones hayan pensado siempre que el pasado fue mejor. Y en muchos aspectos, en la propia España, los años ochenta, que ahora son denigrados por muchos, teníamos todos la sensación de que eran infinitamente mejores que los años sesenta y setenta que habíamos dejado atrás.
¿Cree que la formación educativa se ha degradado en España? Sin la menor duda. Conozco a mucha gente que está en la universidad y me comenta el grado de incapacidad de los alumnos de comprender un texto breve. Y no ocurre solo en España, también en otros países. Eso no había pasado nunca, que los universitarios tuvieran dificultad en la comprensión lectora. Y además, hay otro elemento de no querer enterarse, se da una especie de deliberada reducción de todo lo que se dice… Yo escribo artículos, intento razonar, intento matizar. De vez en cuando escribo arbitrariedades y exageraciones, como es lógico, porque si no, no me divierto, pero si digo que algo me parece falso, o erróneo, o una imbecilidad, me esfuerzo por argumentarlo. Y pese a ello, a menudo hay lectores o pseudolectores que lo reducen a un eslogan.
Lleva 23 años escribiendo columnas, 15 de ellos en El País Semanal. ¿Ha notado un aumento de la intolerancia? Sí, ya lo creo. Sobre todo en los últimos años. Tengo un artículo pendiente, que además caería fatal también, que lo tendría que titular algo así como El triunfo de las monjas. Las monjas de toda la vida están triunfando ahora, bajo otro disfraz, pero con los mismos objetivos: que no haya besos, que no haya escotes, que no haya minifaldas. Te dicen que ahora es por buenas razones. Mire, no, bajo la apariencia de buenas causas se reprime como en tiempos de Franco. Pues si llamo monjas a las que propugnan todo esto…
¿Las feministas? Sí, las feministas y yo qué sé… El otro día leí: “Ya no habrá besos en las carreras ciclistas”. Y la federación de golf en EE UU prohíbe las faldas cortas a las jugadoras… Me dejó atónito. Vamos a ver, las feministas han luchado durante décadas por vestir como les daba la gana. Y las sufragistas querían descubrir el tobillo. Y ahora resulta que, por otros motivos, no puede usted llevar minifalda. ¡Déjenme en paz!
¿Cree que las redes sociales tienen algo que ver? Intolerantes ha habido siempre, pero a lo mejor ahora tienen más capacidad de manifestarse. Sí, yo creo que tienen mucho que ver. Hace unos pocos años, había cartas al director, y alguien que se molestaba en escribir una carta al director, aunque fueran 10 o 12 líneas, se paraba a pensar. Ahora a golpe de tuit se dice cualquier cosa, a veces sin haber leído el artículo, solo a partir de lo que les han dicho. Y luego hay un elemento de contagio que no se producía antes. Por la manera en que funcionan estas redes sociales (hablo de oídas porque no las frecuento ni las miro nunca, ni utilizo siquiera el ordenador), basta con que haya dos o tres individuos que montan una escandalera, con base o sin ella, sobre algo para que otros muchos se apunten enseguida por mero mimetismo y eso crezca. Lo cual indica también lo fácil que es manipular a la gente hoy día. Uno piensa qué habría hecho Goebbels con Twitter… ¡Habría sido espantoso! La propaganda de los nazis se limitaba a la radio, a la prensa y nada más, y aun así tuvieron mucha capacidad de influencia, pues imagínate la capacidad de influencia que puede tener hoy alguien que organice bien todo eso y lo manipule bien… Todavía no nos ha aparecido Hitler, pero, bueno, nos ha aparecido Trump [risas].
Diálogo entre bambalinas
La luz solar va bajando. Comienza la sesión implacable de fotos, a la que Javier Marías se somete con cortesía. Gajes de la promoción. La entrevista continúa a salto de mata y el interrogatorio se torna por momentos estereofónico.
—Míreme a cámara. Baje un pelín la barbilla —pide Ximena Garrigues.
—La cara la debo tener un poco dormida porque he tenido una noche de bastante insomnio.
Marías confirma que sigue siendo noctámbulo, y que escribe por la tarde y también a última hora de la mañana. Y que es disciplinado. “Tienes que serlo. Llega un momento en el que tienes que empezar a rechazar todas las invitaciones. Con Berta Isla he estado 25 meses, pero me he podido poner a la máquina la mitad, entre artículos, viajes…”.
—Póngase totalmente de perfil.
—Siempre quedan mal las fotos de perfil, ¿no? Son como de comisaría…
Por supuesto, sigue escribiendo a máquina y corrige a mano. ¿Y dónde pone el límite de la corrección?
—Cuando ya no sé hacerlo mejor. Voy página a página. Siempre hago una, y hasta que no la doy por buena no paso a la siguiente. Trabajo de una manera artesanal. Soy capaz de volver a teclear una página por cambiar un adjetivo… Mucho perfil me parece, ¿no?
Marías hace gala de su condición pretecnológica. Lleva los carretes de fotos a revelar, tiene un “premóvil” y sigue usando fax. El ordenador lo usa su secretaria. Y su página web es obra de terceros.
—Si me hace un pequeño tour por la casa y le voy haciendo fotos rápidas…
—No hay mucho tour. Son todo libros, libros, libros.
Bueno, y unas cuantas armas desplegadas sobre una mesa.
—Son las que me regala cada Navidad [Arturo Pérez] Reverte. Son réplicas, lo que pasa es que los cuchillos supongo que matan. Yo le regalo cosas más civilizadas. El último fue un libro firmado por Conrad que encontré en Inglaterra. Él, igual que yo, adora a Conrad. Pero no sé, tiene esta manía de regalarme armas… La señora de la limpieza llegó a mirarme raro.
Imposible no pensar en los padecimientos de esa mujer para quitar el polvo... “Sí, no le dejo que lo limpie mucho [ríe]. Pero es muy cuidadosa y hábil. Cuando se me rompe algún soldado de plomo lo arregla perfectamente”.
Sigue el tour por la casa. Libros, libros, libros. Una habitación tapizada de cd de música y su colección de películas, todo clasificado con primor. Tres paraguas (negros, clásicos, como el del profesor Tornasol) colgados en un picaporte. De repente, un punching-ball. “¿Lo usa?”. “A veces”. “¿Por desahogo?”. “No, la rabia se improvisa”. ¿Practica algún deporte? Esta pregunta dirigida a un fumador compulsivo suena rara según se emite, pero lo cierto es que Marías fue un consumado deportista en su juventud. “Suelo caminar”.
Cuenta que no es muy de camarillas literarias. “Evito los festivales. La mera idea de tener que estar ahí rodeado de colegas…, no porque tenga nada contra los colegas en principio, algunas de las mejores personas que he conocido son escritores, algunas de las peores también, pero la idea de estar ahí reunido, hablando, intercambiando halagos, me da mucha pereza… La vida literaria, que todos hemos llevado en alguna época, más bien me repele bastante”.
Ximena tiene una curiosidad:
—¿Alguien le ha dicho alguna vez por la calle que no le ha gustado una novela?
—Normalmente cuando la gente se aproxima es para decirte algo agradable… No con libros, pero hace no mucho, a raíz de un artículo titulado Perrolatría, en el que me metía con algunos dueños de perros, me paró una mujer aquí abajo, y me dijo: “No sé si sabes que varios de los vecinos de la zona estuvimos a punto de ir con nuestros perros a tu casa por ese artículo”. Yo sonreí y le dije: “Pues haberlo hecho…”. Qué vas a decir. Yo no hablaba contra los perros, pobrecillos, qué culpa tienen, pero contra algunos dueños sí. Es que hay una cosa un poco demencial, antes alguna gente tenía perro, y ahora tiene perro todo el mundo… La gente que ama demasiado a los animales siempre me da un poco de prevención. Leí el otro día que habían insultado a una cazadora de 27 años, bloguera, que se suicidó y decían: “Por fin ha hecho una cosa buena, pegarse un tiro”.
—Como académico titular de la letra R, ¿qué opina de la polémica con “iros”?
—En este caso yo estaba de acuerdo en que se aceptara, porque se usa así. ¿Alguien dice “idos a paseo”? Es un caso especial.
—Es un privilegio, la posibilidad de bucear en el lenguaje…
—Es interesante, es divertido, contribuir a definir algo, a añadir un matiz… Los matices en las definiciones no son fáciles. Es bonito, sí. Sobre todo en las comisiones. Ahí trabajamos más con las palabras y las peticiones de la gente, y esa parte es muy interesante.
—Aunque se ha quejado de las presiones de ciertos colectivos, la pesadez de la corrección política...
—Pero es que incluso, una vez establecida la corrección política, hay un afán extraño de pertenecer a alguna minoría oprimida, y si no se es una minoría tradicional, se inventa. “No, es que los gordos estamos oprimidos”… Yo quiero pertenecer a una minoría, quiero ser víctima, quiero ser mártir… No es un papel muy lucido. Antes había un cierto pudor, o cierto orgullo.
—Michel Houellebecq dice que el varón heterosexual, blanco, culto y rico es la única identidad a la que se le ha prohibido defenderse.
—Yo lo tengo casi todo, no puedo ser minoría oprimida, me temo, por mucho que me empeñe.
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