Cárceles sin policía, una utopía real en Brasil
“No intentes escaparte, Beto”, le dijo un compañero nada más llegar. “No quiero escaparme”. Beto Carvalho lo negó, pero en realidad era cierto: desde que puso el pie en la nueva prisión, un centro APAC, no dejaba de calcular si podría saltar al otro lado. Parecía fácil, sin guardas armados para impedirlo. Pero había algo que no le cuadraba: sus compañeros no querían huir.
Las prisiones de Brasil suelen ser noticia por su violencia brutal. Las mutilaciones en la cárcel de Manaos que salieron a la luz el pasado enero son un ejemplo más de la situación inhumana que se extiende por su sistema penitenciario. Un informe de 2016 del Consejo de Derechos Humanos de la ONU denunciaba que su ocupación carcelaria está un 265% por encima de su capacidad, con el 40% de esos detenidos aún a la espera de juicio.
En medio de este panorama asfixiante surge APAC (Asociación para la Protección y Asistencia a los Condenados), que defiende un modelo de cárcel sin policías, armas ni motines, donde los presos no llevan uniforme. Tienen una cama individual y comida en condiciones. Y no superan los 200 ocupantes por centro. En estos lugares se promueve su recuperación como seres humanos y como ciudadanos constructivos en la sociedad. Tanto es así que no se refieren a ellos como presos sino como recuperandos.
Esta revolución empezó con un grupo de voluntarios cristianos que intentaba, en los setenta, acompañar a los presos en su tiempo libre. Su capacidad de relacionarse con ellos desembocó pocos años después en la petición para gestionar un pabellón de detenidos. Hoy existen 50 centros APAC en Brasil que forman parte del sistema penitenciario público a través de un convenio administrativo que cuesta una tercera parte de lo que el Estado paga por un preso común: 3.000 reales (812 euros) frente a 950 reales (257 euros). Una vez fuera, la tasa de reincidencia de los presos que pasan por el sistema común es de un 85%, mientras que en el caso de APAC se sitúa en el 15%. En otros países de Latinoamérica, el método ya ha inspirado diferentes iniciativas más o menos similares y actualmente se está estudiando su aplicación para los presos de las FARC en Colombia.
Tras la matanza en Manaos, el gobernador de Amazonas esquivó responsabilidades afirmando que “no había ningún santo entre las víctimas” del motín. Los 56 muertos, muchos mutilados, “eran todos asesinos y violadores”. En la entrada de los centros APAC, sin embargo, se puede leer: “Aquí entra el hombre, el delito queda fuera”. Los horarios estrictos y la disciplina están presentes, pero los recuperandos tienen mucha responsabilidad en la gestión.
No todos los presos pueden ser trasladados a un centro APAC. El detenido solicita el traslado y el juez decide, pero los principales criterios no son la gravedad del crimen o los años de la pena. La condena debe ser definitiva y su familia tiene que vivir en la misma área del centro solicitado. En la primera visita de su madre, Beto Carvalho se sorprendió al verla entrar con la mirada alta en vez de cabizbaja como en la prisión anterior. En esa ocasión no la habían humillado en el registro. Beto no se escapó. Terminó su condena, se preparó para trabajar y hoy se dedica a la pasión que encontró durante su condena: es gerente de la Fraternidade Brasileira de Assistência aos Condenados (FBAC), la entidad que agrupa a los centros APAC. En abril contó su experiencia en Madrid, junto a Valdeci Antonio Ferreira, director de la FBAC, en EncuentroMadrid de la mano de la ONG Cesal y el Ayuntamiento de Madrid.
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