Los restos del naufragio
Leo los titulares sobre la muerte de Jeanne Moreau, levanto los ojos del periódico y, sin necesidad de cerrarlos, asisto a la proyección de películas suyas de las que formo parte yo también. Bastaría abrir ligeramente el foco para que, al tiempo de la pantalla, apareciera el patio de butacas, donde se aprecian seis o siete cabezas, seis o siete nucas, para ser exactos. Una de ellas es la mía. Mirad cuán desamparada se la ve. Hay un verso genial de Virgilio que describe, en un pasaje de la Eneida, las cabezas que de forma dispersa surgen aquí y allá, como los garbanzos de un potaje pobrísimo, tras el naufragio de la flota troyana: Apparent rari nantes in gurgite vasto. Las salas de la época eran el ancho mar del que brotaban, desperdigadas, las cabezas que no habían hallado en el mundo un lugar más seguro que la butaca de un cine de barrio.
Esas nucas eran los restos del naufragio del que esta señora en blanco y negro nos rescataba durante 90 minutos, con frecuencia en las sesiones medio clandestinas de la mañana, cuando debíamos estar en clase de matemáticas. ¡Qué bien fumaba en La viuda vestía de negro, de qué modo reía en Jules et Jim, qué forma de asustarse en Ascensor para el cadalso! Hacía tanto tiempo que no sabíamos de ella que la habíamos dado por muerta. Quizá en alguna medida lo estaba, como todos nosotros, expulsados para siempre ya de aquellas salas cuyo espacio atravesaba un torrente de luz que al alcanzar la sábana que llamábamos pantalla nos hacía soñar con los ojos abiertos y la respiración entrecortada. Apparent rari nantes in gurgite vasto.
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