Agosto es el mes más cruel
POCAS COSAS más dulces, para un oído español, que la palabra agosto. En agosto muchas rutinas dejan de imperar, muchas reglas de regir; en agosto los que tienen trabajo lo interrumpen, y algunos que no tienen lo consiguen; en agosto los niños son libres como niños libres; en agosto florecen amoríos. En agosto sólo se joden los viejos y los perros. Y hacer su agosto es ganar demasiado. Pero agosto es, como todas, una palabra rara.
Las cosas tienen nombres —y tendemos a usar los nombres de las cosas como si fueran sólo nombres de las cosas. Pero los nombres tienen sus historias, y al decirlos convocamos esas historias sin saberlo: hablamos tanto sin saberlo. Sin conciencia del peso, de los sentidos que cada palabra carga. Esa conciencia podría ser insoportable: si cada vez que alguien usa una palabra tuviera presente de dónde viene, de qué habla, se volvería una especie de Funes y, como el personaje de Borges, se ahogaría en una memoria que no sabía olvidar nada. Pero a veces dan ganas. En agosto, por ejemplo, vacaciones: un buen momento para pensar qué decimos cuando decimos ciertas cosas. Agosto, por ejemplo.
Hacia el año 50 antes de Cristo agonizaba una república. Roma ya era demasiado poderosa como para tolerar aquel sistema casi democrático, y varios se peleaban por volverse reyes; el que más chances tenía era un Cayo Julio César, militar avezado, político astuto, seductor pertinaz. Pareció que lo había conseguido en el 47, cuando un pelota le regaló la cabeza de su enemigo mayor, Pompeyo Magno, con cara de sorpresa. Pero en el 44 sus amigos se hartaron de él y lo cosieron a navajazos y también tú Bruto. La muerte desencadenó una guerra entre suplentes y, como a veces sucede, ganó el inesperado: Cayo Octavio Turino era un sobrino nieto del finado —que lo había adoptado en su testamento. El chico, entonces, tenía 18 años y pasó a llamarse Cayo Julio César Octaviano.
Como si en España el mes de abril se llamara Franquio, un suponer.
El sobrino nieto dominó Roma durante 40 años, terminó de terminar con cualquier veleidad republicana, creó un sistema de dominio absoluto. Hizo saber que era un dios y el Senado —convertido en club de fans— lo autorizó a llamarse Augusto: santo, venerable. Después el hombre decidió que el tiempo también era su reino: eligió el mes que más le gustaba —porque, dijo, era el mes de sus mayores triunfos— y le puso su nombre de tirano. Y nosotros, 20 siglos después, todavía le decimos como él dijo.
Agosto es el mes más cruel: la imposición del ganador de una guerra civil cruenta, brutal. Como si en España el mes de abril se llamara Franquio, un suponer. Sólo que, claro, Augusto instaló un poder absoluto que duró más de tres siglos: fue uno de los dictadores más exitosos de la historia, y por eso, supongo, seguimos celebrándolo.
Lo hacemos: tributamos. Sólo una vez, la única revolución verdadera de estos tiempos se atrevió a cambiarlo. Los inventores de la república francesa decidieron que no podían seguir viviendo en el tiempo de los reyes y los curas y decretaron el año 1, el momento en que el tiempo dejaría de depender de un mago palestino. Y renombraron los meses del año para dejar de homenajear, entre otras cosas, a autócratas romanos. Fue demasiado, y rápidamente la reacción reaccionó, y volvimos a entonces.
Y así vivimos, en este tiempo arcaico. Lo curioso es que nunca lo hayamos cambiado. Que aceptemos esos nombres como si no significaran. Que nos acostumbremos, como a tantas otras cosas, sin pensarlo. Que sepamos, tan bien, vivir sin pensarlo.
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