Guerra de sexos
Tanto la izquierda como la derecha yerran en el diagnóstico y en la solución. La derecha no ve que las diferencias entre hombres y mujeres son más producto de la sociedad que de los genes. La izquierda resta importancia a la diferencia biológica
Si hay pocas mujeres en los puestos directivos de grandes empresas o en profesiones tecnológicas, ¿es porque sufren discriminación? ¿o simplemente porque hombres y mujeres somos diferentes? Es un debate candente en todo el mundo. El detonante fue el despido de un empleado de Google que cuestionó las políticas de discriminación positiva de la empresa. Afirmó que esas medidas para facilitar la incorporación de mujeres eran autoritarias e ignoraban montañas de evidencia científica sobre las divergencias innatas entre hombres y mujeres.
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Pero, en el éxito electoral de Trump y otros políticos defensores del “hombre blanco”, latía ya la frustración de muchos ciudadanos contra unas élites progresistas que estarían exagerando los problemas laborales de las mujeres. Que el objetivo de Hillary Clinton, abogada multimillonaria de buena familia, fuera romper el techo de cristal que impedía a las mujeres llegar a la Casa Blanca fue percibido en el Medio Oeste americano como un desprecio para quienes estaban padeciendo el techo de plomo de la desindustrialización. A su vez, esta actitud contra Clinton irritó a las clases educadas de las costas americanas.
En España, las cuotas femeninas, el caso Juana Rivas, o incluso algunos desagradables coletazos del juicio a la horripilante “manada de Pamplona” también han hecho que discusiones sobre cómo nuestro marco legal debe proteger a las mujeres hayan desembocado en espirales de insultos entre posiciones enconadas.
Se ha desatado una guerra ideológica sobre políticas de género. Por un lado, los progresistas restan importancia a las diferencias biológicas. Cualquier desproporción laboral entre mujeres y hombres es fruto de la discriminación. Por ello, proponen que los gobiernos impongan cuotas femeninas a empresas y administraciones.
La imposición por decreto de cuotas a todo un sector, como en Noruega, puede ser contraproducente
Por el otro, los liberal-conservadores defienden que hombres y mujeres somos biológicamente distintos. Desde la más tierna infancia, a los niños les gustan más las cosas y a las niñas, las personas. Con lo que ellas eligen profesiones relacionadas con el cuidado y las relaciones sociales, como las ciencias médicas y sociales. Y ellos, carreras tecnológicas. La derecha se opone a alterar ese orden natural con discriminaciones positivas. Sería ir contra el Dios que nos ha hecho a nosotros de barro y a ellas de una costilla.
Tanto la izquierda como la derecha yerran en el diagnóstico y en la solución. Cegada por su determinismo biológico, la derecha no ve que las diferencias entre hombres y mujeres son más producto de la sociedad que de los genes.
La naturaleza marca. La probabilidad de que, evolutivamente, hombres y mujeres —que presentamos notables variaciones genéticas y hormonales— seamos psicológicamente idénticos es casi nula. Sería un milagro que, con un material tan distinto, hombres y mujeres acabáramos prefiriendo lo mismo en las mismas proporciones. Los estudios científicos lo corroboran. Los chicos tienen un mayor interés en ingeniería, ciencia y matemáticas, y las chicas en arte y ciencias sociales. Las mujeres tienden a experimentar más emociones negativas, como culpa, vergüenza o ansiedad; pero también son más benevolentes y universalistas. Además, algunas divergencias entre los sexos se detectan al poco de nacer, cuando los bebés no han sido aún expuestos a una sociedad sexista.
Esta evidencia parece inapelable, pero es problemática. Las diferencias entre hombres y mujeres son por lo general estadísticamente significativas, pero sustantivamente pequeñas. Es decir, no explican las notables brechas entre hombres y mujeres en muchas profesiones. Asimismo, tratar el sexo como una categoría dicotómica es reduccionista, porque somos multidimensionales. Por ejemplo, que muchas chicas prefieran las ciencias sociales a carreras tecnológicas no se debe a que ellas sean peores en matemáticas sino a que las estudiantes buenas en matemáticas son, al mismo tiempo, excelentes en habilidades lingüísticas. En contraste con los chicos, que son más incapaces de ser buenos en ambas dimensiones.
Y los hábitos sociales pueden alterar las predisposiciones naturales. Por ejemplo, la diferencia en aptitudes matemáticas entre chicos y chicas es más baja en las regiones de la antigua Alemania Oriental, donde el régimen comunista legó una cultura de mayor igualdad de género, que en las de la Alemania Occidental.
Suecia ha optado por vías sutiles pero efectivas: una socialización igualitaria en las escuelas
En definitiva, las enormes distancias laborales entre mujeres y hombres no responden tanto a la biología como a nuestras costumbres. Desgraciadamente, seguimos socializando a niños y niñas de forma diferente, con actitudes, y juguetes, que reproducen los estereotipos de género.
Pero, al mismo tiempo, la izquierda, ofuscada por su determinismo social, no ve que, en la búsqueda de la igualdad, algunos contextos sociales acaban perjudicando a los hombres. Por ejemplo, mientras en biomedicina las mujeres necesitan ser 2,5 veces más productivas que los hombres para obtener la misma evaluación de méritos, en otros contextos científicos las candidatas femeninas pueden tener una ventaja de 2 a 1 sobre los candidatos masculinos.
Y ambos bandos ideológicos también se equivocan en su actitud maniquea hacia las cuotas. A pesar de las críticas de muchos liberal-conservadores, la introducción de cuotas en algunas empresas o partidos políticos ha ayudado a las mujeres en un doble sentido. Primero, da a las jóvenes modelos a seguir en profesiones que parecían reservadas para los hombres. Segundo, la comparación entre unas organizaciones que adoptan cuotas y otras que no facilita un debate basado en la evidencia y no en la estridencia.
Y, a diferencia de lo que opinan muchos progresistas, que los gobiernos impongan unas cuotas femeninas concretas puede ser contraproducente. Por ejemplo, Noruega ha buscado la igualdad de género con regulaciones duras, como sanciones a las empresas que no tengan un 40% de mujeres en sus consejos de administración. Pero esas medidas apenas han alterado el escaso poder efectivo de decisión de las mujeres ni su práctica ausencia en los puestos directivos más importantes. Por el contrario, Suecia ha optado por vías más sutiles, pero a la larga más efectivas, enfatizado más una socialización igualitaria en las escuelas y concienciando sobre la diversidad en el ámbito laboral, en lugar de medidas coercitivas. Empresas, partidos e instituciones suecas experimentan con distintas cuotas y fórmulas para fomentar la igualdad de género. Se comparan y aprenden.
La derecha debe entender que muchas pautas de comportamiento social discriminan a las mujeres. Y la izquierda que no es machista analizar científicamente los efectos de las medidas de discriminación positiva.
Unos y otros han utilizado las diferencias de género para continuar con su enfrentamiento dogmático. ¿Por qué lo llaman sexo cuando quieren decir odio al adversario político?
Víctor Lapuente Giné es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo
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