La herejía de ser ‘Ms.’
YO NO DESEO que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas mismas”. La frase es de Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer, y la escribió en 1759 después de leer en un informe de la Asamblea Nacional francesa que ellas “solo debían recibir educación relacionada con el ámbito doméstico”. Desde entonces, la lucha por los derechos de las mujeres no solo se ha librado en la calle, también en el lenguaje.
Sheila Michaels, activista de la Edad de Plata del feminismo norteamericano fallecida el pasado mes de julio en Nueva York a los 78 años, hizo orgullosamente suyas estas tres palabras “Ms. soy yo”. Fue su rúbrica a toda una vida de activismo. Al fin y al cabo ella había popularizado el nuevo tratamiento que dotaría a las mujeres de la más ligera y honorable provisión en el largo camino hacia la emancipación: una M mayúscula y una simple s seguida de un punto fueron suficientes para romper el paralizante equilibrio entre Mrs (casada) y Miss (soltera). En su boca, “Ms. soy yo” fue una frase más real que la que se atribuye a Gustave Flaubert cuando le preguntaron de dónde había sacado el personaje de Madame Bovary y respondió: “Mme Bovary c’ est moi. D’après moi!”, hecho que desmintió después por carta a su amiga Marie-Sophie Leroyer de Chantepie: “Todo aquello era inventado, no hay nada de mis sentimientos ni de mi existencia en él”.
Nacida en el Estado de Misuri, Michaels supo desde joven que su lucha estaría del lado de las mujeres y las minorías raciales. Betty Friedan acababa de recibir el Pulitzer por La mística de la feminidad (1963), donde explicaba en toda su crudeza los síntomas y curas de ese “problema que no tiene nombre”, refiriéndose al malestar de la mujer en una sociedad que le exigía encajar dentro de un estereotipo de esposa y madre. ¿Podían las mujeres modernas seguir siendo elegantes y decorosas sin tener que recurrir al matrimonio?, se preguntó Michaels. La respuesta pasaba por transformar el lenguaje.
¿Podían las mujeres modernas seguir siendo elegantes y decorosas sin tener que recurrir al matrimonio?, se preguntó Michaels. La respuesta pasaba por transformar el lenguaje.
El primer rastro de Ms. fue hallado nada menos que en 1901, en una carta publicada en el periódico The Sunday Republican de Springfield (Massachusetts) —donde Emily Dickinson envió sus primeros poemas bajo seudónimo— firmada por un lector anónimo que proponía el uso de ese tratamiento por ser “más fácil de escribir y porque se adecua a las circunstancias personales de cada mujer”. El término permaneció dormido durante décadas hasta que Michaels lo sacó del armario en un programa de radio en 1969. La noche anterior había visto sobre la mesa del comedor de su casa la revista marxista News & Letters dirigida a su compañera de piso, “Ms. Mari Hamilton”. Michaels pensó que era un error tipográfico: “Es totalmente correcto, los marxistas lo usan con frecuencia”, le aclaró su amiga.
Aquellas dos consonantes incompatibles podían solucionar el problema. No se apoyaban en un estatus marital y llenaban un hueco en el léxico anglosajón. El término tuvo tanto éxito que la escritora y activista Gloria Steinem lo utilizó como cabecera de su influyente revista feminista. Desde entonces, Ms. es normativo en todas las publicaciones anglosajonas, aunque The New York Times no lo adoptó hasta 1986.
Lo escribió Unamuno, aquel inventor de intrahistorias, frugal y altanero, que acuñó el género literario nivola precisamente para que nadie pudiera criticarle sobre reglas de estética o composición: “Las lenguas, como las religiones, viven de herejías”.
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