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Tribuna
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Trabajo y lealtades políticas

El debate sobre la flexiseguridad es esencial para saber qué sociedad queremos construir

Cadena de montaje del Seat Leon. Fabrica de Seat, planta de Martorell.
Cadena de montaje del Seat Leon. Fabrica de Seat, planta de Martorell.Albert García

De los conceptos e ideas que instintivamente asociamos a reformas y progreso, la flexiseguridad ha tenido especial protagonismo al calor de una razón coyuntural como es la crisis económica, y de dos razones estructurales: la creciente competitividad asiática y el cambio tecnológico. Para ser competitivos, ahora asumimos que es mejor “proteger al trabajador, no el trabajo”. Con más o menos entusiasmo, los principales partidos europeos han incluido esta idea bien en sus programas o, a regañadientes, en sus políticas de gobierno, con prioridad casi exclusiva en la flexibilización.

El rechazo a esta visión de las relaciones laborales ha sido copado por los movimientos populistas de izquierdas y de derechas, que con la bandera del neosoberanismo económico han obtenido apoyos electorales considerables. Pero la sobreactuación política de algunos de sus pintorescos líderes ha conseguido que el debate sobre las razones de fondo haya sido eclipsado por la anécdota trumpiana o el chascarrillo brexiter. Ante las salidas de tono de Trump o Mélenchon, ante las provocaciones xenófobas de Le Pen o Farage, se blande la seriedad analítica y pulcra de think-tanks y líderes formales. La flexiseguridad llega a asumirse más como un antídoto contra la extravagancia política que como una solución real a la incertidumbre laboral. Hay un rechazo instintivo a identificarse con según qué políticos, lo que hace que los conceptos a los que se oponen pasen sin debate a ser vistos como “los correctos”. La flexiseguridad es uno de ellos.

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Sin embargo, este debate es esencial ante las preguntas sobre qué sociedad queremos ser y cómo queremos vivir. Parecemos instalados en la resignación política, salpicada en ocasiones con buenos deseos “contra la precariedad y la pérdida de derechos”, aunque en el fondo son los espectadores los primeros que están resignados a que las cosas no van a cambiar.

Se corre el riesgo de ser etiquetado como reaccionario o antiguo al oponerse a este modelo de relaciones laborales, y por tanto de sociedad. Al alertar de los riesgos que implica profundizar en un modelo que aumenta la incertidumbre y la ansiedad. Que disuelve los vínculos sociales y hace más difíciles los lazos afectivos y familiares. Esta es una de las razones que algunos expertos ven detrás del aumento exponencial del consumo de opiáceos ilegales en Estados Unidos y de psicótropos en Europa. El “colchón” comunitario, tan alejado de la flexiseguridad y asociado a una forma mediterránea de entender la vida (tan injustamente caricaturizada), contuvo un estallido social que si miramos las cifras macroeconómica durante la crisis, debió haberse producido en España.

Se corre el riesgo de ser etiquetado como reaccionario o antiguo al oponerse a este modelo de relaciones laborales

La flexiseguridad no tiene en cuenta dos vínculos esenciales. Por un lado, el trabajo (no el hecho de trabajar) tiene un peso mayor en la identidad de una persona de lo que esta idea presupone, mayor aún en las generaciones más jóvenes, en las que los incentivos estrictamente económicos cuentan menos. Por otro, un trabajo digno y acorde fortalece los vínculos sociales y, por tanto, las lealtades nacionales o supranacionales. En la excelente El cazador (1978), de Michael Cimino, una pandilla de amigos que trabaja en una fábrica siderúrgica en Pensilvania no duda en acudir a la llamada de su país para luchar en Vietnam. Desconocían al infierno al que iban. Ríen y celebran, como si sintieran que lucharían por una causa (y un país) que les corresponde con un buen trabajo, algo de ocio (cazar) y capacidad para formar una familia. Esa reciprocidad queda bien reflejada, y por eso es una de las grandes películas sobre el patriotismo, tan opuesto al patrioterismo.

En La locura del solucionismo tecnológico, Evgeny Morozov habla de una asociación de vecinos que luchaba en EE UU por la regulación del ruido que las máquinas llevaron a la ciudad a principios del siglo XX: fábricas, coches, tranvías, instalación de tendidos eléctricos, obras del metro o nuevas carreteras. No se oponían a los avances, pero sí pedían que se controlaran los niveles de ruido a determinadas horas del día para descansar. Fueron tachados de enemigos del progreso. Cien años después, su reivindicación es vanguardista, cool, “correcta”.

Que Trump e imitadores no se apropien, caricaturicen y por tanto nieguen un debate en el que nos jugamos tanto, y en el que no todas las cartas deberían estar ya echadas.

Antonio García Maldonado es analista y escritor.

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