Un mal torniquete para atajar la corrupción
Muchos brasileños han comprobado que, cuando se la deja trabajar, la Justicia puede y debe enfrentarse a una corrupción sistémica que muchos creían intocable
La negativa del Congreso brasileño a aceptar la denuncia de la Fiscalía al presidente Michel Temer por corrupción señala que la catarsis depuradora del país sudamericano no va más allá del Partido de los Trabajadores (PT) de los expresidentes Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff y sus aliados más directos, pese a que las investigaciones de la operación Lava Jato afectan a todo el espectro político. Justo el límite que había puesto el exministro de Planificación Romero Jucá en una grabación clandestina, que le costó el cargo al hacerse pública hace 15 meses. “Para estancar la sangría”, decía, hacía falta “un gran acuerdo nacional”, “con el [Tribunal] Supremo y con todo”. Y así parece haber sido.
Pero cortar por lo sano es una mala solución que solo convencerá a los pocos que creen (o quieren creer) que Brasil era una democracia sólida, limpia y estable hasta que llegó el PT al poder. Para los demás, es el triunfo, uno más, de la inmensa estructura de poder y de intereses creados alrededor del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), el muñidor de la Sexta República y el partido de Temer. Y un triunfo que sale caro a los brasileños: en medio de la peor crisis económica desde la Gran Depresión, se estima que entre junio y julio el Ejecutivo ha desbloqueado enmiendas personales de los diputados por valor de 3.400 millones de reales (920 millones de euros). No es de extrañar que la popularidad de Temer ronde el 5%.
Con el rechazo de la denuncia, en principio, el Gobierno brasileño puede respirar algo más tranquilo en la preparación de las elecciones presidenciales que han de celebrarse en 14 meses. Y, a la vez, consolidar lo que Temer vende como “reformas estructurales”, pero que, lastrado por las presiones de los que ahora le mantienen en el poder, no son sino una receta incompleta de recortes sociales, rebajas fiscales y precarización del mercado de trabajo que no toca problemas de fondo, como la corrupción en los contratos públicos, la excesiva burocracia y la arbitrariedad jurídica.
Las reacciones populares a la decisión del Congreso, a primera vista, han sido tibias: las manifestaciones pidiendo la investigación sobre Temer no han atraído a las masas que el año pasado pedían la destitución de Rousseff. El principal motivo es que han pasado tres años desde la primera fase de Lava Jato, y la opinión pública está agotada. Pero el escándalo ha mostrado a muchos brasileños que, cuando se la deja trabajar, la Justicia puede y debe enfrentarse a una corrupción sistémica que muchos creían intocable. La sensación de impunidad no hará más que combinarse con la persistente crisis económica para crear una exasperante desilusión. Y, como hemos visto en muchos procesos electorales a lo largo de 2016, un electorado en esa situación da en las urnas respuestas que pueden llegar a ser peligrosas para la estabilidad del país y de la región. Al final la sangría puede haberse estancado, como quería Romero, pero el torniquete no va a durar mucho.
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