Boyacá, fuente de agua de Colombia
El departamento cambia su política minera e invierte en la protección de los ecosistemas de páramos, los recursos hídricos del país
Para llegar a un páramo hay que subir más allá de los 2.000 metros de altura y enfrentarse en el mismo recorrido al frío, la lluvia o el calor intenso. La mayoría de estos ecosistemas se encuentran en la cordillera de los Andes, el 49% en Colombia, con excepciones en Costa Rica y África. El suelo es un colchón de agua que han dejado las nubes. La vegetación es achaparrada, de verdes intensos. Solo los frailejones más antiguos asoman sus cabezas peludas por encima del resto. Estas plantas salpican el paisaje como si fueran frailes encapuchados en mitad del campo, de ahí su nombre. Son los almacenes hídricos de Colombia.
De las 61 especies de frailejones exclusivas de Colombia, 30 están en categoría de amenaza. Cada uno que sobrevive a la azada de un campesino que quiere convertir el páramo en terreno de cultivo o ganadería, al pico de un minero y al aumento de las temperaturas, le asegura a un colombiano un vaso de agua. Un metro cuadrado de páramo produce aproximadamente un litro al día.
Cuando un ciudadano de Santander, Arauca, Cundinamarca y Casanare abre el grifo, el agua que corre llega de uno de los páramos de Boyacá. Parte de los más de seis millones de personas que viven en alguno de estos cinco departamentos de Colombia beben gracias a estas reservas hídricas.
Para proteger esta fuente, el departamento de Boyacá, propietario del 24% de los páramos del país, ha decidido creado el programa Boyacá Bio, heredero de la iniciativa estatal Colombia Bio que busca explorar el tercio del territorio que medio siglo de guerra ha vedado a los científicos y, así, encontrar una alternativa de desarrollo biosostenible.
“Defender los páramos, el agua y la vida no es un asunto de ambientalistas, es un asunto de gobernantes”, dice Carlos Amaya, gobernador de Boyacá, de 32 años, el más joven de Colombia. Proviene del partido Alianza Verde y formó parte de movimientos sociales en su comunidad. Para cumplir con su lema, ha presupuestado unos 15 millones de euros “para promover el crecimiento verde” y se ha convertido en uno de los departamentos que más invierte en este sector. Es decir, “educación ambiental, paz territorial, ecoturismo, innovación y generación de valor en los productos asociados a los ecosistemas estratégicos, planificación territorial sobre la base de la protección de áreas”, en palabras de Herman Amaya, secretario de Planeación y uno de los responsables de aterrizar este proyecto en un departamento cuyo PIB depende en casi un 14% de la minería.
De las verdes montañas de Boyacá, el lugar de entrenamiento del ciclista Nairo Quintana, sale el humo de las chimeneas de las minas de carbón. “No puedo cerrar de un día para otro la minería porque quiebro el departamento literalmente”, dice el gobernador. “En lo que hemos sido muy enfáticos ha sido en decir: ‘No minería en páramos”. En febrero de 2010, una ley estatal excluyó la actividad minera en estos ecosistemas. Solo de 2002 a 2009 se entregaron más de 7.000 títulos de explotación coincidiendo con el gobierno de Álvaro Uribe, según una investigación del profesor Guillermo Rudas. Esta legislación se aplicó durante solo dos años. En 2016, una sentencia de la Corte Constitucional ratificó la prohibición de los yacimientos en páramos.
En Boyacá, como en otras zonas de Colombia, la laxitud legal y el crecimiento de la minería ilegal han formado parte de la agenda política. Su correlato está en una población que solo ha conocido una manera de subsistir. “Yo soy hijo de minero”, dice el gobernador. "A mi papá le pagaban la quincena y se iba a la tienda. Ese era el día de todos felices porque se bebía el sueldo en cervezas. Bonanza carbonera era 10 discotecas en el pueblo. Existía un problema cultural”.
La anécdota la cuenta frente a un público de campesinos, alcaldes, científicos y representantes sociales en una caminata por la laguna negra del páramo de Siscunsí. Un lugar que el gobernador pretende convertir en parque natural después de comprar los predios a los vecinos. Y les lanza una pregunta: “¿Cómo podemos sustituir esas economías de subsistencia?”.
Entre el público está Sixto Amaya, 64 años, cubierto con su ruana y su sombrero vueltiao. Le lleva más una década de ventaja al gober (como llaman al gobernador) luchando contra la entrada de mineras en el páramo de Pisba, en su municipio de Tasco. “Yo apenas tengo la primaria, pero he sido minero y he visto cómo el agua desaparecía después de picar”, explica. “No se puede permitir que nos la quiten”. A su lado está Julián Eduardo Barbosa, administrador y gestor ambiental. Ante la ampliación de la frontera agrícola y ganadera, decidió subir con su esposa a más de 3.000 metros y comenzó una restauración ecológica con apicultura. “Mantenemos plantas nativas como los frailejones, encenillos, agraz o uvas camaronas gracias a un nuevo proceso de polinización”, relata. Por el momento, más de 20 familias ya han encontrado una alternativa en estos viveros de alta montaña.
“Yo sueño con que el día que me retire de gobernador pueda decir: ‘Eso está avanzado y ningún otro gobernador por ideológicamente cercano a Trump que sea puede echar para atrás eso”, concluye Carlos Amaya. El político confía en que la apropiación social de la biodiversidad boyacense sea argumento suficiente para que en el futuro ningún otro gobernante pueda cambiar el que pretende que sea su legado.