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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Banksy gana una batalla; Constable gana la guerra

Una pintada callejera, 'Niña con globo', se ha impuesto como obra preferida de los británicos a 'La carreta de heno'

Javier Rodríguez Marcos
Reproducción de 'La carreta de heno' de Constable
Reproducción de 'La carreta de heno' de Constable

Cada generación pierde sus iconos. Para comprobarlo basta con pasear por un museo de pintura: los hijos tienen las mismas dificultades para reconocer al apóstol san Bartolomé que sus padres para reconocer al sátiro Marsias. Los dos murieron desollados, pero antes llamábamos martirio a lo que ahora llamamos tortura. El creciente, y sano, laicismo de la sociedad tiene su contrapartida: la iconografía cristiana ocupa ya el mismo desván que la mitología clásica. Lo que un día fue historia sagrada empieza a ser simplemente historia. Y no sin tensiones.

No sorprende, pues, la irritación que ha causado en Reino Unido el resultado de una encuesta para elegir la obra de arte favorita de los británicos. Dos mil personas votaron sobre una lista cerrada preparada por un grupo de expertos y la ganadora fue Niña con globo, del grafitero Banksy. Entre las elegidas había también tres portadas de discos —Sgt Pepper’s, de los Beatles; The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, y Never Mind the Bollocks, de Sex Pistols—, pero lo que soliviantó a los puristas fue que una pintada callejera se impusiera a un paisaje de John Constable: La carreta de heno, de 1821.

Sin olvidar que la historia no se escribe por sufragio universal —en tercera posición quedó The Singing Butler, una anodina pintura de Jack Vettriano—, la victoria de Banksy sobre Constable supone también la del espray sobre el óleo y la de la ciudad sobre el campo. Eso es todo. En lo esencial, todavía la tradición impone su ley. Los apocalípticos se quedarían más tranquilos si supieran que Niña con globo fue retirada de la calle de Londres en que apareció por sorpresa en 2002 y vendida hace tres años por 560.000 euros. No hace mucho se expuso una copia dentro de un marco dorado.

En 1917, Marcel Duchamp firmó un urinario de serie como si fuera una escultura y si algo han demostrado los cien años transcurridos desde entonces es que no todas las paredes son iguales: las de un museo pueden domesticar al animal más salvaje. La gran contradicción del arte contemporáneo no consiste en convertir objetos cotidianos en objetos de culto sino en tratarlos como tales hasta el punto de valorar como originales obras nacidas para ser reproducidas infinitamente (a veces con la plantilla de un grafitero). Como una joyería que expusiera entre la mercancía el adoquín que alguien lanzó para romperle el escaparate. La comparación es del filósofo José Luis Pardo, que en su último ensayo, Estudios del malestar, habla de los centros de arte actual como “instituciones que viven a perpetuidad en el malestar de no querer ser institución”.

Hace más de un siglo, los futuristas avisaron en su famoso manifiesto: hay que empezar por destruir la sintaxis. Pese a sus pretensiones vanguardistas, sus herederos se han conformado con cambiar de vocabulario. No han pasado de desollar a Marsias para vestir a san Bartolomé. El dinero es mejor disolvente que el aguarrás y los pedestales siguen donde siempre estuvieron. Banksy ha ganado una batalla, Constable va ganando la guerra.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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