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Hélène Cixous: “Cervantes tiene las respuestas a las preguntas de hoy”

Lea Crespi
Estrella de Diego

NO SON siquiera las nueve de la mañana y Hélène Cixous nos recibe frágil, guapa y cálida, como siempre, en la Fondation de l’Allemagne-Maison Heinrich Heine de la Cité Internationale Universitaire en París. La escritora y filósofa francesa está celebrando su 80º cumpleaños de la mejor manera posible para una intelectual versátil y aguda como ella: Marta Segarra —su traductora, introductora de sus textos en español y sobre todo su amiga, que nos acompaña amable— ha organizado un congreso en el cual discípulos, estudiosos y lectores hemos venido, desde todos los lugares del mundo, a compartir con Cixous la efeméride. Es una cifra redonda que festeja lúcida, aunque, insiste, preferiría que no tuviéramos que desvelar. Cada uno de los tres días que ha durado el seminario se ha sentado a escuchar las comunicaciones desde las 9.30 hasta las 19.00, infatigable, y ha tenido un comentario inteligente y generoso para todos los ponentes en esta Maison Heinrich Heine, donde se habla alemán, francés, inglés y español.

“Vivo con mucha gente en mi interior. Establezco un diálogo con aquellos que me inspiran, me contradicen y me regañan”.

Amiga de Foucault, Cortázar y Carlos Fuentes, cómplice apasionada de Jacques Derrida, Cixous pertenece a la estirpe de intelectuales y escritores de los años setenta, parisienses del siglo XX desprendidos, potentes, críticos, despojados, fieles al lenguaje, que hoy se ha extinguido casi por completo. En 1969 fue nombrada catedrática de Literatura Inglesa de la Universidad de París 8 y cinco años más tarde fundaría en su seno el Centre d’Études Féminines et d’Études de Genre, que ofreció el primer programa de doctorado en estudios femeninos de Europa. A lo largo de su productiva y dilatada carrera, ha cultivado el ensayo, la dramaturgia, la novela, la docencia —en universidades de todo el mundo—; ha leído a Freud y Joyce, y sobre todo ha sido una escritora en busca de lo que ella bautizó como “escritura femenina”, que reta al discurso jerarquizado y las dualidades del pensamiento occidental. En 1975 publicó La risa de la medusa, uno de los textos fundacionales del feminismo, y además es la inventora de lo que se podría denominar filosofía poética, una forma alternativa de narrar el mundo que otras mujeres hemos buscado en sus textos; un modelo para cualquiera que desee volver a mirar el mundo con ojos renovados.

Hablamos del Perro semihundido, de Goya, y por un momento, entre los árboles que rodean la Maison Heinrich Heine, la imaginación nos transporta juntas al Museo del Prado. Cixous recuerda que cuando vio por primera vez ese cuadro de Goya pensó que era su cuadro. De otros sí, también, pero sobre todo suyo. Esa imagen la acompaña desde entonces.

Pero esta autora de ensayos como La llegada a la escritura (Amorrortu) o Poetas en pintura. Escritos sobre arte: de Rembrandt a Nancy Spero (Ellago); obras de teatro como La ciudad perjura o el despertar de las Erinias (Ellago) —para la célebre compañía del Théâtre du Soleil de Ariane Mnouchkine—, o los libros de ficción Las ensoñaciones de la mujer salvaje (Horas y Horas) y El amor del lobo (Arena Libros), a quien Mitterrand distinguió en 1994 con la Legión de Honor, es mucho más que una escritora apasionada y apasionante. Ha votado al Partido Animalista en las elecciones legislativas —sabía que no iba a ganar— porque los animales son “una cara del Otro” y es una intelectual que cree en la acción política y siempre se muestra dispuesta a implicarse en los problemas de los migrantes y los refugiados, quizá porque entendió hace mucho que todos vivimos desplazados, porque se siente irremediablemente extranjera salvo en la única patria que reconoce como propia: la escritura.

Nació en Orán y en el colegio era la única judía de la clase y una de las pocas mujeres. Ha dicho muchas veces que esas raíces en medio de una Argelia colonial le regalaron cierto sentido de extranjería. Debería empezar diciendo que no me considero ligada a una familia judía en el sentido religioso del término, aunque mis orígenes son determinantes en mi pensamiento, en mi escritura, en mi forma de relacionarme con el mundo. La familia de mi madre es originaria de Alemania —me gusta decirlo en presente—, pero ninguno de mis parientes era practicante. Mi madre y mi padre pertenecían a una cultura, pero eran ateos, igual que mis abuelos. Es un dato importante, pues hay que distinguir entre las personas religiosas y las que reciben la herencia de una cultura y son librepensadoras. Con solo 19 años, mi madre fue consciente del peligro nazi y se fue a París, donde por pura casualidad se encontró con mi padre. Era el lugar de encuentro para muchos europeos entonces y algún tiempo después descubrí que Walter Benjamin estaba en París en esa época. La familia de mi padre era sefardí y había llegado a Orán desde España, sin papeles, casi sin raíces, a través de Marruecos. Eran muy humildes. Mi abuelo iba descalzo hasta que consiguió abrir una tienda que vendía un poco de todo —postales, lotería…— y que llamó Les Deux Mondes (los dos mundos). De niña, yo siempre pensaba que había dos mundos opuestos que se encontraban sin cesar. Como parte de su buscado ascenso social, ese abuelo paterno compró las obras completas de Victor Hugo. No las leyó, pero aun así eran su orgullo, y mandó a sus dos hijos varones a estudiar medicina en Argel. Mi padre se trasladó a París a hacer el doctorado y conoció a mi madre. Cuando mi abuela materna se enteró de que se iba a casar con un argelino pensó que estaba loca, a pesar de que mi padre era un hombre muy especial, un intelectual, un genio refinado que murió joven. Con esa mezcla de raíces en mi casa se cambiaba mucho de idioma, aunque predominara el alemán. A veces mi abuela materna me regañaba en español: “Me das jaqueca”.

Este punto de encuentro de culturas ha sido esencial para usted. A partir de ahí empieza a desarrollar esa especie de extranjería entendida de forma positiva. Sentía que era un regalo. En la colonia francesa reinaba el rechazo, la exclusión, el imperialismo de una sola lengua, de una sola nacionalidad, y hasta el colaboracionismo con Hitler. Mi familia representaba justo lo opuesto. Nosotros éramos socialistas y con tres o cuatro años soñaba con el final de este terrible régimen, tan lleno de odio. Pasaron muchos años antes de que el anticolonialismo empezara a hacerse visible, por eso yo quería salir corriendo de Argelia, de aquel dolor para la población…

Y se fue a París. Pero me quedé poco. Fue entonces cuando vi por primera vez a Derrida. Yo tenía 18 años. Como mi exmarido encontró un trabajo en el suroeste, me fui con él y me encontré cara a cara con el filósofo Montaigne. Tenía 19 años y se me abrió la puerta a la eternidad francesa. Fue esencial porque hasta entonces no sabía hacia dónde dirigir mis pasos. Sería divertido hacer una cronología de los encuentros con todos los escritores que no me han abandonado jamás. Viví en Burdeos, cuidé del jardín, tuve a mis hijos muy pronto, hice mi tesis sobre Joyce. Invertí mucha energía en él, era inmenso. Imposible aburrirse con un compañero semejante. Joyce me llevó enseguida más allá de Joyce, más allá de los límites de la literatura.

Siempre dice que le está agradecida a su mentor: le dejó claro que hacer una tesis, en su caso sobre la literatura de James Joyce, no equivalía a convertirse en escritora. Una estupenda lección para los estudiantes. ¿Qué significa ser una escritora? No lo sé. Simplemente ocurre. No eres dueña del acto. Yo era dueña de mi tesis y además quería terminar los estudios lo antes posible porque mi madre se mataba a trabajar para mantenernos a mi hermano y a mí. Quería establecerme en un lugar fijo, encontrar un hogar, mi auténtica casa, la casa de la literatura. Quería vivir con la literatura, en la literatura, dentro de la literatura. Me convertiría en profesora de literatura. Al mismo tiempo, la escritura me perseguía. Y ocurrió. Debía ser yo misma, no Rousseau o cualquier otro de mis escritores favoritos.

Se trasluce en sus textos: parece que anda preguntando siempre “quién soy”. Estoy acostumbrada a vivir con mucha gente en mi interior. Imagino que establezco un diálogo con aquellos que me inspiran, que me contradicen y me regañan. Mi madre me decía cosas del tipo: “¿Por qué escribes?”. Siempre me preguntaba: “¿Cómo vas a vivir escribiendo?”. Oigo su voz y discuto con ella. Nos peleamos. Hay cientos de personas que están ahí. Que están y se van. Y cuando escribo hay un coro que va sugiriendo cosas que a veces son antagónicas.

“Creo que he inventado un arte libre de enseñar que no entiendo como enseñanza, sino como comunicación, como compartir y pasarlo bien juntos”.

Así que la Cixous escritora, ya en París, conoce a Derrida, a Foucault y a toda una generación de filósofos-escritores. Sí, así es. Éramos muy jóvenes. Derrida había publicado solo un par de artículos. Nos conocimos en 1963 y nos convertimos en amigos íntimos en torno a 1964. A Foucault le conocí algo después, en 1968. De todos modos, para mí lo importante en París pasa antes, en 1963, cuando la escritura me empieza a acosar y conozco a Derrida. Por eso, en 1964 dejo mi puesto en la Universidad de Burdeos, tengo la suerte de acabar en la Sorbona y por una serie de circunstancias me involucro en la construcción de la Universidad de París 8. El rector de la Sorbona me pide que le ayude a hacer algo con los edificios que el Estado acaba de darle y se me ocurre la idea de plantear una universidad experimental. Es el año 1968 y soy la encargada de buscar a los primeros profesores, entre otros Foucault. Mientras tanto, mi otro yo, la escritora, entablaba amistad con Cortázar o Carlos Fuentes. Todos somos exiliados, así que conectamos rápido. Juntos ideamos estas instituciones de ensueño, que no duraron porque apenas un par de años después las cosas eran menos idílicas. A mediados de los setenta seguíamos trabajando, pero de otro modo. Jean Genet y yo misma colaboramos en la campaña de Mitterrand en 1974. Perdimos. En 1981 ganamos, claro.

Eso me hace pensar en una idea muy importante en sus textos y su vida: la diferencia entre activismo político y poder político. Algo crucial para los intelectuales. Siempre ha sido muy coherente a este respecto. En esa década nadie pensaba en términos de poder. Buscábamos un intercambio creativo y durante 10 años fue maravilloso…

En una entrevista declaraba, a propósito de Malraux, que un escritor se pasaba a la política cuando no tenía nada que escribir. No juzgo a Malraux, pero… Puede juzgarlo. Aquella fue una década maravillosa, pero después de haber vivido bajo la derecha toda nuestra vida, al llegar los socialistas al poder, la ilusión duró poco. Enseguida empezaron los compromisos.

Ha sido además la más radical de su generación: ha tratado de escribir de otro modo, ha tratado de buscar la “escritura femenina”. Cuando empecé a escribir, la escritura era para mí una especie de metáfora de la feminidad, de la capacidad de abrirse al Otro. Ocurre desde siempre en la gran literatura, a pesar de no celebrarse lo suficiente, ni explotarse lo suficiente. Un ejemplo claro es el monólogo de Molly en el Ulises de Joyce. No se pueden disociar los escritos de las personas. Los escritos tienen vida propia, te acompañan. Shakespeare me acompaña, es un amigo. Lo mismo pasa con Rembrandt: es un contemporáneo. El mundo no se divide en periodos: todos somos ultratemporales.

¿Y cómo aplica todo esto, el hecho de ser una escritora, de ver las cosas de otro modo, en las aulas? Me considero una portavoz y creo que he inventado un arte libre de enseñar que no entiendo como enseñanza, sino como comunicación, como compartir y pasarlo bien juntos. Aun así, hay que leer y saber lo que significa leer. Hay que escuchar al texto, oírlo construirse, hundirse, grabarse en el lenguaje… No hay nada más fantástico.

Habla de escuchar al texto y pienso en el silencio que se requiere para acercarse al arte, esa intimidad con la obra de la cual habla en sus escritos sobre las artes visuales, en los que defiende que hay que dejar que la obra nos hable. ¿Qué piensa de los museos actuales, donde no hay quietud para escuchar? Siento confesar que no me gustan mucho los museos. A veces me reprendo frente a las pocas ganas de visitarlos. Hace unas semanas estaba en el Palacio Belvedere, en Viena, y tuve uno de esos momentos especiales. Quizá no sea un lugar muy turístico. Estuve un buen rato frente a frente con un cuadro de Klimt sin protección: casi lo podía tocar y no suele ocurrir. Generalmente, en los museos no se establece el diálogo ni la meditación necesaria para leer la obra. Prefiero trabajar con mis amigos artistas, visitar sus estudios, reflexionar con ellos sobre la obra. Porque pienso siempre en términos de un mundo que contiene muchos mundos. Cuando un artista me pide que escriba sobre él o sobre ella, me aseguro de que crea en las mismas condiciones en las cuales escribo yo. Para mí, pintar y escribir son dos cosas muy similares, requieren soledad y necesitan cierto diálogo que los artistas suelen encontrar más con los escritores que con otros pintores. Por eso, cuando acepto escribir sobre un creador debe ser alguien que me llegue al corazón: si la obra no me conmueve, el texto se convierte en artificial intelectualmente hablando. Me interesan las emociones y leer las mías delante de la obra. Es un país que algunos llaman frontera, si bien nunca es un lugar de paso porque tiene profundidad, mucha profundidad, y recursos extraordinarios. Y dificultades. Ahí se han ido desarrollando los temas en mis textos a lo largo de 50 años. Ese es mi país. En un espacio liminal donde me encuentro con todo tipo de lenguajes.

No pinta, como Clarice Lispector. Aunque ha reconocido que la escritora brasileña ocupa un lugar excepcional entre sus referencias. Pinto cuando escribo: ambas cosas se parecen mucho, ambas hablan de cierta hospitalidad sin la cual no puede vivir ningún ser humano. Es la hospitalidad de las grandes obras de arte, sobre todo la de las literarias que nos acompañan a lo largo de nuestras vidas. Es algo muy profundo que no tiene nada que ver con las acciones políticas o mediáticas, con esa actualidad que mucha gente persigue ahora. Tampoco tiene que ver con los filósofos que publican en los periódicos y acaban por hablar un lenguaje periodístico. Ese tipo de acciones no tienen una influencia real, pues las cosas no son al final tan diferentes a lo largo del tiempo. Hoy día hay que seguir buscando las respuestas a las preguntas actuales en Dante, Shakespeare o Cervantes. Ellos hablan de las metáforas de lo que vivimos hoy también.

¿Y los nuevos lugares de la comunicación? Internet es irremediable. Allí se encuentra información muy valiosa y otra que no lo es en absoluto. Fíjese en Trump: sin Internet seguiría siendo la misma flagrante contradicción de pensamiento. ¿Que nos sentimos ambivalentes hacia Internet? Claro. Acelera enormemente la información y las ideas y hasta las iluminaciones, como diría Walter Benjamin. En Internet, las obras de arte adquieren una nueva vida, subterránea, distinta, amplificada.

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