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Columna
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Al Moreno

Rafael Argullol

NO SÉ por dónde andarás, aunque no te puedo imaginar lejos del mar. El único lugar en el que soy capaz de imaginarte es en tu silla de mimbre frente a tu casita blanca de persianas azules. Como entonces, arreglas los desperfectos causados en las redes. Estás casi todo el tiempo en silencio; de vez en cuando silbas o canturreas una canción. Sólo interrumpes tu labor para beber el agua fresca del botijo, que a veces compartes conmigo. Vistes pantalones negros y una camisa blanca, limpísima, que realza tu tez bronceada. Cubres tu cabeza con una gorra marinera, que parece hacer juego con tu perfil duro, presidido por una gran nariz aguileña. Yo, a tu lado, estoy sentado en un taburete bajo. También guardo silencio o, más bien, te contemplo con respeto. El respeto que tienen los niños de ciudad hacia los pescadores. Y tú, Moreno, eres el rey de los pescadores.

Era agradable nadar mar adentro, hacia aquel paraíso en el que cualquier ­fantasía era posible. Y sin embargo allí, en medio de la delicia, acechaban los remolinos.

Es un día cualquiera de julio o quizá de agosto. A media tarde, con el sol declinante pero fuerte. No sabría decir exactamente a qué verano corresponde esa tarde. Yo debo de tener seis o siete años y estoy preocupado por los peligros del mar. De hecho hace poco que logro escabullirme de la mirada vigilante de mi abuela para adentrarme en el agua hasta perder pie. Ya sé nadar bastante bien, o eso creo. Me encanta la sensación de ir mar adentro, más allá de donde se hallan los bañistas conversando unos con otros o tomando el sol en colchones de plástico. Es agradable girarse y ver la orilla cada vez más lejos. Me siento ya casi un hombre aunque no sé muy bien qué significa eso.

Pero han surgido rumores. El otro día un niño me habló de un amigo suyo que se había ahogado. En ­realidad no era un amigo suyo, sino el amigo de un amigo. Lejana todavía, la sombra crecía. Surgió la ­palabra maldita: el remolino. Era agradable nadar mar adentro, hacia aquel paraíso en el que cualquier ­fantasía era posible. Y sin embargo allí, en medio de la delicia, acechaban los remolinos. Lo peor del caso es que no podías prevenirlos, se presentaban cuando querían, al azar. Acostumbrado como estaba a la rutina de la existencia infantil, el azar irrumpía como un animal pavoroso.

Levantas el botijo para beber, Moreno, y luego me lo acercas para que yo haga lo mismo. Bebo como puedo, disimulando que el botijo pesa demasiado. El éxito en mi disimulo me anima. Voy a preguntarte a ti, que sabes tanto, sobre los remolinos. Hablas despacio, y de súbito —lo he sabido después— en tu voz grave surge la revelación: los pequeños remolinos puedes cruzarlos nadando con vigor, pero si alguna vez te encuentras con un gran remolino, no luches contra él, déjate llevar, déjate arrastrar hasta el fondo y su propio vértice te vomitará hacia la superficie. Así te salvarás.

Así te salvarás. Esto lo recuerdo con exactitud. Lo otro, tal vez tus palabras aproximadas, es como ahora lo describe mi memoria. Volviste a tu silencio. No sé si entonces comprendí todo el significado de lo que habías dicho. Luego sí lo he comprendido. Te aseguro que no he recibido un consejo mejor a lo largo de mi vida. Ahora probablemente ya tengo la edad que tú tenías entonces. Y te veo aquí, a mi lado, canturreando una canción, o silbando, o en silencio. En uno de esos prolongados silencios en los que habita la sabiduría.

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