'El Sae', el niño que quería reinar
EN SU BARRIO del paseo de Extremadura, en Madrid, muy cerca del puente de Segovia, por donde discurre amansado el río Manzanares, Francisco Javier Martín Sáez, conocido entre sus amigos como El Sae, ya apuntaba desde niño maneras de líder. Siendo un mocoso, destacaba por su bravura, era listo, muy espabilado y se atrevía con todo. Físicamente no era gran cosa, pero tenía el nervio afilado y una vocación de bandido le corría por las venas desde que empezó a poner los pies en la calle.
Sus amigos, niños como él, procedentes de familias obreras y de clase media, asistían asombrados a la habilidad con que se desenvolvía El Sae en sus inicios en la delincuencia. Garci, Gallego, Navarro, Gago, Mata, Nacho, Borjita, Darío… lo admiraban y respetaban porque, a pesar de sus continuas trastadas, era un tipo noble y de corazón limpio. Un chico que daba la cara por los suyos y no se echaba atrás cuando las cosas se ponían feas. Sus correrías por esa manzana poblada de casas vetustas, muy humildes, de protección oficial de las calles de Antillón, Caramuel, Doña Urraca, Jaime Vera o la avenida de Portugal aún no han pasado al olvido. Desde luego, edificios de bastante menor postín que el de su familia en Saavedra Fajardo, 5, donde vivían sus padres —Manuela y Goyo, su padrastro— y algunos de sus hermanos, una colonia de viviendas para militares de noble fachada y con una superficie media por piso de 150 metros cuadrados.
Con el tiempo, El Sae se separó de su pandilla de amigos y fue escalando puestos en su viaje sin retorno a través del mundo de la delincuencia. Aprendió rápido y se especializó en los robos por el método del alunizaje, es decir, empotrar vehículos en los establecimientos, hacerse con la mercancía y salir pitando. O en la técnica del butrón, donde alcanzó fama por su maestría a la hora de utilizar la lanza térmica. Luego daría un paso más, asuntos de droga y qué sabe nadie. Hasta que una mañana de domingo, víspera de la fiesta de San Isidro de 2017, unos pistoleros le acribillaron a tiros junto a su Smart gris en una de esas calles de su barrio, Laín Calvo. Dos balazos en el cuello y uno en el pecho acabaron con la vida de El Sae a sus 36 años. El chico se arrastró ensangrentado unos metros hasta caer sin vida en una esquina de la calle de Juan Tornero, junto a una señal de tráfico de prohibido circular. Algunos de sus fieles seguidores o compinches le levantaron allí mismo un altar con flores y velas y algunas notas en las que, con torpe escritura, expresaban la veneración que sentían por el muchacho.
El Sae quería ser el rey, el número uno, estar en la cima. Ante esa irresistible obsesión se cruza la escena final de la genial película de cine negro de Raoul Walsh Al rojo vivo, que seguramente El Sae nunca vio, en la que Cody Jarrett —James Cagney—, subido en lo alto de un depósito de combustible en llamas, lanzaba un grito desgarrado: “¡Mira, mamá, estoy en la cima del mundo!”. El Sae también quería estar en la cima del mundo, pero no era un gánster al estilo de Cody, nunca había empuñado un arma ni era un matón. Porque para llegar a ese nivel de sombra y sangre había que manejar ciertas claves que a él se le escaparon.
En un polígono industrial del norte de Madrid cae la tarde del verano ardiendo como plomo derretido, y Jairo, un tipo que alcanzó cierta fama como delincuente juvenil y que ahora, rehabilitado, disfruta de un buen trabajo y reconocimiento social, rememora algunos encuentros con El Sae.
Cuando Javi, El Sae, tenía 17 años y ya se había labrado un nombre en el mundillo de la delincuencia, solo una idea le machacaba la cabeza.
—Mira, Jairo, yo voy a llegar a ser algo muy grande en esto, quiero ser el rey, el número uno. No como tú, que eras un pringao y dabas palos de medio pelo. Voy a hacer a mi familia rica. Por eso quiero estar en lo más alto, como Al Capone.
Y lo decía sonriendo, entornando sus pequeños ojos negros, sin destilar maldad.
—¡Como Al Capone!, ja, ja —rio Jota—. Ten cuidado, porque eso lo han dicho muchos y ahora están criando malvas.
—¡Bah! —replicó El Sae—, ya veremos. Yo ya estoy etiquetado y de aquí tengo claro que no voy a salir.
Hace días que la policía ha retirado el altar, ese homenaje callejero que le hicieron a El Sae en el lugar donde cayó muerto aquella mañana de domingo. A unos 200 metros de ese fatídico lugar, cruzando el paseo de Extremadura, en la misma Puerta del Ángel, se encuentra el colegio Santa Cristina, donde estudió El Sae. El Santa Cristina era un centro concertado y heredero del aire educativo y fresco de la Institución Libre de Enseñanza. Algunos de los antiguos alumnos que pasaron por allí aseguran que se respiraba libertad, que la educación que ofrecían era asombrosa y que forjó el espíritu de muchos chavales. Afirman con orgullo que el Santa Cristina era un submarino cultural con una mentalidad muy abierta. Todos coinciden en que ese centro era especial en esos primeros años de la transición democrática, una especie de vivero de ciudadanos libres. Hace tres años que el Santa Cristina cerró sus puertas. Juan Puchol, su director entre 1969 y 1975, dejó escrito que se sentía satisfecho de haber puesto en práctica unas cuantas “peligrosas innovaciones” educativas a pesar de la oposición de la Inspección de Enseñanza de los años finales de la dictadura. En ese ambiente refrescante y de respeto por la libertad y el individuo se crio Francisco Javier, El Sae, hasta que le expulsaron, claro. Cada uno de sus compañeros hizo carrera en la vida a su manera y buscó su camino. El Sae eligió el suyo.
“Era muy bala, muy atrevido y no tenía miedo a nada”, cuenta un amigo. “Ya desde niño, no podía contener su alma de caco”.
Junto al colegio Santa Cristina se halla la iglesia del mismo nombre, un templo de estilo neomudéjar que se erigió a principios del siglo XX. A la sombra de su fachada de ladrillo castizo, un corrillo de niños repasaba con alboroto su colección de cromos de fútbol. Corría el año 1991 y el cromo más difícil de conseguir era el de Maradona, que en esa época jugaba en el Sevilla, y por el que se llegaban a pagar hasta 30 cromos. Nadie de la pandilla tenía el del Pelusa. Bueno, casi nadie. De repente, el corrillo lo rompe El Sae. Tenía 11 años y, ante el asombro de todos los chiquillos, les muestra seis cromos, seis, del crack argentino.
—¡Tienes seis cromos de Maradona! ¡¿De dónde los has sacado?! —preguntaban los chavales rendidos y con el aliento roto.
—Y eso qué más da. Así que se pagan 30 cromos por el de Maradona, ¿no? —inquiría El Sae rechuleándose.
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Le gustaba ir de sobrado y ya apuntaba El Sae, siendo un crío, sus maneras de trapichero. Por supuesto, no dudó en cobrar su pieza y acabó, claro, la colección de cromos antes que nadie, aunque eso le importaba bien poco. La historia la cuenta Héctor —nombre supuesto—, uno de sus amigos del barrio, quien, con cariño y melancolía, sonríe ahora, 25 años después, ante las noticias aparecidas en la prensa que tildan a El Sae de Robin Hood de las calles, de un ratero desprendido que no dudaba en ceder parte de sus botines a la gente necesitada.
—¿Robin Hood?, ja, ja, ja. El Sae era lo más tacaño que he visto en mi vida —confiesa Héctor, sentado a una mesa de una terraza de la calle de Caramuel, entre sorbo y sorbo de un refresco de limón—. Era más agarrado que una pelea de pulpos. Le compré hace unos años un coche por 26.000 euros. Quedamos en que le daba 20.000 y el resto se lo pagaría cuando pudiera. ¡Qué tío! Hasta que no saldé toda la deuda no paró de darme el coñazo.
Hablando de El Sae se le iluminan los ojos, no puede esconder el cariño que le tenía, pero se parte de risa con la leyenda de Robin Hood que ha arrastrado.
—Mira, un día me invitó a una cosa y, joder, me lo estuvo repasando no sé cuánto tiempo, parecía que me había invitado a un fiestón en Ibiza. Lo más curioso es que a El Sae le gustaba mucho presumir y solía aparecer por el barrio muy maqueado y con ropa muy cara, y la verdad, bastante chillona y pelín hortera, vamos, que no combinaba muy bien, pero hasta pocos días antes de que le mataran acudía a cortarse el pelo a la peluquería El Madani, la más barata del barrio, ocho euros y ventilado. Que yo sepa, El Sae no ha realizado ningún acto benéfico, me cuesta pensarlo. Alguna vez es posible que haya dejado algo de dinero a alguien muy cercano, pero eso era excepcional. Y, por supuesto, luego se lo cobraba.
Otro colega del barrio, Federico —nombre supuesto—, también amigo de la infancia de El Sae, desgrana con pausa y con la voz cortada episodios de su vida en común que le marcaron para siempre.
—Era muy bala, muy atrevido y no tenía miedo a nada. Ya desde niño, no podía contener su alma de caco. Estando en segundo curso de EGB en el Santa Cristina, a los chicos de BUP, que eran tres o cuatro años mayores, El Sae les limpiaba todo lo que tuvieran, en el patio o dentro de sus aulas, y nadie decía nada.
Dioni —también nombre ficticio—, uno de los más íntimos amigos de El Sae, asiste al encuentro sin abrir la boca. Baja la cabeza mientras Fede habla y se entretiene dando puntapiés a las colillas de cigarro que ruedan por el suelo sin soltar su botellín de cerveza. Dioni acaba de salir de la cárcel después de una buena temporada a la sombra y no está para cuentos.
Y entre todo el revuelo de recuerdos, flases quemados de la memoria, Mata, uno de sus compañeros del colegio, rescata uno de los ramalazos de artista con los que, de vez en cuando, se demarraba El Sae.
—Una vez nos pidieron en clase escribir un texto sobre el fin de semana de cada uno. Llegó el lunes y El Sae se levantó y leyó en voz alta el suyo: “El viernes salí del colegio y una ráfaga de viento me trasladó hasta el lunes”. Poesía pura de puro genio.
Tiempos remotos de partidos de fútbol contra los gitanos en el parque de los Pinos que terminaban en una tienda de chucherías donde a El Sae se le pegaban más bolsas de la cuenta. Fue la época en la que quedaron fascinados por los grafitis de los legendarios Muelle y Tifón, y los muchachos reemplazaron el balón de fútbol por el monopatín y los rotuladores y espráis.
—Nos dio por pintar a toda la pandilla —comenta Federico—. Darío, Guael, Edu, el Gordo… Una tarde de verano, en la estación de Príncipe Pío, nos colamos entre dos vagones para pintar uno de los trenes. En fin, que nos sorprendieron los vigilantes de seguridad y salimos a toda pastilla. Íbamos en fila y tuvimos que saltar una valla para escapar a la calle. El Sae se quedó el último y atrapado en una verja. Se enganchó un dedo y chillaba como un descosido: “¡Eh, joder, venid, que no puedo seguir, que me he rajado la mano!”. Yo me volví para ayudarle y, al fin, logró saltar, pero se hizo un buen costurón en la mano. Y no nos atraparon. Al principio pintábamos con el rotulador Edding 850, el más gordo; luego con el Posca y los espráis. Los comprábamos en la tienda Tribu Urbana, en la Puerta del Sol. El Sae era un artista, era muy bueno. Pintábamos todos los días, pero luego a ellos les dio por el monopatín y el rap y esas cosas. Yo era muy malo y no paraba de pegarme trompazos, así que decidí que no era lo mío y empecé a apartarme de ellos.
Se le imputan unos 70 delitos y se cree que su fortuna superaba los 50 millones. Le gustaba vivir a lo grande.
Y El Sae siguió con lo suyo, ese veneno que le incendiaba la sangre, y empezó a dar palos cada vez más grandes, seguía escalando puestos en el mundo del hampa. Federico vuelve a remover sus recuerdos de unas Navidades perdidas en el tiempo.
—Tendríamos veinte años o así. Estábamos juntos, sentados junto al muro del barrio de Goya. El Sae había aparecido con un cochazo, un BMW de color negro.
—¿Por qué no paras ya esa vida, joder? —le pregunté.
—No sé, tío, es un vicio, ¿sabes? A ti te gustan unas cosas y a mí me va esto.
—Ya, pero ya has conseguido mucho, ya podrías dejarlo.
—No puedo, de verdad. Yo no puedo.
Estaba a punto de alcanzar su sueño de ser el rey de los delincuentes. Aún se recuerda su robo de un montón de bombonas de oxígeno —el combustible principal de la lanza térmica, que manejaba como nadie para reventar cajas fuertes— del hospital Can Misses de Ibiza en 2014; que se alió con los delincuentes más peligrosos del barrio duro de Villaverde, la zona de las Torres; que levantó 120 kilos de cocaína de un almacén judicial de Málaga; que tenía comprados a varios policías de alto rango, y que asaltaba a camioneros en mitad de la carretera para robarles la mercancía.
A El Sae se le imputan unos 70 delitos y está escrito que llegó a acumular una fortuna de más de 50 millones de euros. Tenía casas en Ibiza y Marruecos y le gustaba vivir a lo grande —no hacía mucho tiempo se había comprado una televisión Van Heusen, cuyo precio ronda los 20.000 euros—. Pero se metió, poco a poco, en un terreno pantanoso y letal. En enero de 2017, unos sicarios fueron a matarle junto a la casa de sus padres. Ese día, El Sae esquivó la balacera por los pelos.
A su madre, Manuela, la adoraba. Sentía por ella una pasión extraordinaria. Y ella le consentía casi todo y siempre miró para otro lado.
—Mamá —le dijo tras el suceso—, me han intentado matar unos colombianos.
Y desde ese día, cada vez que su hijo se acercaba al barrio —para ir a casa de sus padres o para pasar un rato con su hijo Lucas, de 14 años—, Manuela y Goyo bajaban a la calle para ver si había por ahí algún extraño merodeando junto a su coche.
Jairo estuvo con él en marzo, dos meses antes de que lo mataran.
—Le encontré en una peluquería del barrio de Usera junto a algunos de sus compinches y le avisé de que estaba en un callejón sin salida. Le hablé de la vida y de la muerte. Pero él estaba tranquilo.
—No tengo miedo, Jairo. Sé quiénes han ido a por mí y los tengo controlados. No te preocupes.
—Era buen tipo, de verdad —insiste Jairo con la voz cada vez más apagada—. Pero no tenía ni idea de dónde se había metido. Era tan listo que creo que se pasó de listo.
Aquella mañana de domingo, víspera del San Isidro de 2017, unos pistoleros acabaron con la vida de El Sae y segaron para siempre su vertiginosa y demencial carrera para llegar a ser el número uno. Murió acribillado a tiros en una calle de su barrio de siempre. Cuando le mataron, no venía de una noche de fiesta, como han dicho por ahí. Vestía con chándal, estaba escuchando música por los auriculares y acababa de beberse un batido de fresa. Ahora, lejos de estar en la cima del mundo, el chico reposa a dos metros bajo tierra en un cementerio de Carabanchel. Como en aquel relato colegial del fin de semana, El Sae podría haber escrito: “El domingo salí de casa y una ráfaga de viento me llevó al galope hasta la muerte”.
Decía Chester Himes que el crimen siempre paga. Francisco Javier Martín Sáez, Javi, El Sae, era un delincuente insaciable, pero no era un pistolero ni tenía las manos manchadas de sangre. Aun así, alguien le hizo saldar esa cuenta mortal. Veremos ahora, según la ley eterna del negro Himes, cuánto tardan en pasar por caja los sicarios que le arrancaron la vida.
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