En el Salvaje Oeste
LLEVO MESES RECOGIENDO noticias estremecedoras sobre las consecuencias que las redes pueden tener en nuestra sociedad. Soy una ferviente partidaria de las nuevas tecnologías, pero cada día me sobrecogen más los extremos a los que estamos llegando. Por ejemplo, la posibilidad de subir un vídeo en vivo parece haber achicharrado la cabeza de más de uno. En enero, tres hombres de 18, 20 y 24 años violaron a una mujer en directo en Suecia. En marzo, una rusa de 23 años que iba conduciendo su coche y mandando al mismo tiempo un bobo saludo al mundo se saltó un stop, fue arrollada por un camión y murió en el acto. En abril, un tailandés ahorcó en directo a su hijita de 11 meses: el atroz vídeo anduvo 24 horas dando vueltas por Facebook y fue visto por centenares de miles de personas antes de que lo retiraran. En ese mismo abril, un niño de 13 años se mató de un disparo accidental en Estados Unidos mientras se grababa en vivo en Instagram. Hay muchos casos más, horrores en directo o en diferido, pero sólo citaré a ese padre norteamericano que en mayo perdió la custodia de sus hijos de 9 y 11 años por humillarlos en YouTube. Junto con su esposa, que era la madrastra (áspera palabra que aquí parece salida de un cuento de brujas), grababan vídeos con títulos como “Niño se traga la comida más asquerosa del mundo” o “Papá destruye la videoconsola de su hijo” y los colgaban. Tenían 750.000 seguidores. Ah, los seguidores. La gente es capaz de matar, apalear, violar y torturar por tener seguidores. Literalmente.
Se diría que las redes fomentan cierto nivel de necedad y frenesí hasta en el cerebro del más templado, de la misma manera que ponernos al volante de un coche suele volvernos algo más furibundos de lo que solemos ser. Es como si la inmediatez y la falsa intimidad de Internet nos confundiera sobre la repercusión y la responsabilidad de nuestras palabras. Yo misma, al principio de mi uso de las redes, retuiteé un par de veces contenidos a los que apenas había echado una ojeada, un error garrafal del que aprendí. Pero hay gente que se instala en ese terreno gris y persevera en comportamientos inmorales que quizá jamás tendría en su vida normal. Hace tres meses, el juez británico Jason Dunn-Shaw, de 51 años, fue destituido por tuitear comentarios rabiosos (y anónimos) sobre sus propios casos. El anonimato sacó lo peor de él. Sacó al energúmeno.
Es como si la inmediatez y la falsa intimidad de Internet nos confundiera sobre la repercusión y la responsabilidad de nuestras palabras.
Sí, hay algo en las redes que nos desconecta la cabeza, que nos emborracha de falsa impunidad, porque, si no, no se entiende que haya tantos cretinos que cuelgan sus crímenes, sin advertir que quizá gracias a eso los detengan. Y ahora calculen lo que este efecto pernicioso puede hacer en las entendederas de tanto arrebatado como pulula por ahí; en la gente amargada, en los inmaduros, en los violentos; en los fanáticos, los envidiosos o los incultos con saña, y con esto me refiero a aquellas personas que, pudiendo haber aprendido más, prefirieron no hacerlo. Esto hace que las redes estén como están, hirviendo de un odio desquiciado y convirtiéndose día tras día en una máquina de difundir mentiras. Miren a Trump: desde el 20 de enero, que asumió el cargo, hasta el 20 de junio ha tuiteado 99 coléricas mentiras, dos cada tres días, y jamás se disculpó (las ha documentado The New York Times). Es el perfecto trol.
Internet está aún en la época del Salvaje Oeste, es un lugar sin ley con linchamientos y matones. Y si los abusos se cometen con adolescentes u otra gente indefensa, pueden causar la muerte. Creo que ya va siendo hora de que ese territorio brutal se ordene y civilice. Y mientras eso llega, ignoremos a los brutos, como en la vieja fábula de las ranas a las que una riada arrojó a un profundo pozo. Las aguas se secaron y parecían condenadas a morir. Unas cuantas comenzaron a trepar por las paredes. Las demás les gritaban: “¡Estáis locas! ¿Os creéis mejores que nosotras? ¡No lo vais a lograr, os agotaréis y os caeréis!”. Y, en efecto, una tras otra las ranas fueron cayendo o claudicando. Pero había una que siguió adelante con enorme esfuerzo pese a los aullidos de las demás y que al final consiguió salir. Ya en el exterior, el sol la iluminó. Entonces las demás pudieron reconocerla: era la rana sorda.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.