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Columna
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Disgregación y hegemonía

Pese a la movilización, la cohesión democrática frente al terror se quebró muy pronto hace 20 años

Antonio Elorza
Homenaje a Miguel Ángel Blanco en Madrid.
Homenaje a Miguel Ángel Blanco en Madrid.Emilio Naranjo (EFE)
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Actos de homenaje a Miguel Ángel Blanco

El argumento esgrimido por la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, para rechazar la colocación de una pancarta en homenaje a Miguel Ángel Blanco, “no destacar a una víctima sobre las demás”, es muy débil. De aplicar la misma regla, hubieran debido ser rechazados los homenajes, y no digamos la escultura de Genovés, a los abogados laboralistas asesinados en su despacho de la calle Atocha. Eran un pequeño grupo de hombres, identificables, y homenajearles hubiese equivalido a menospreciar a las demás víctimas del terrorismo franquista. Incluso ya entonces una interpretación perversa pudo decir que conferirles un protagonismo era tanto como impulsar una imagen positiva del comunismo, del mismo modo que ahora los inefables truchimanes de Podemos denuncian una maniobra de imagen del PP. Lamentable.

El asesinato de Miguel Ángel Blanco representó en la historia de ETA, y en la historia de la valoración social de ETA, un acontecimiento comparable al del asesinato de los laboralistas: vino a suponer la revelación de lo que en realidad era la banda, un grupo criminal cuyo grado de deshumanización anulaba todas las pretensiones de aparecer como luchadores románticos en defensa de una nación oprimida. Y la sociedad española respondió con un estallido de conciencia cívica que, como nunca, estuvo a punto de movilizar a todos los ciudadanos, vascos incluidos, contra el terror. Los demócratas entonces supieron percibirlo; Manuela Carmena no ha sabido hacerlo. Fundir a Miguel Ángel Blanco con un fondo general de víctimas, y como salida de emergencia, es un error. Más aún si no se especifica que son las víctimas de ETA.

En el escenario político español, hay personajes siempre fieles a sí mismos. Así Podemos, que tanto en el tema Miguel Ángel Blanco como ante el presidente venezolano Nicolás Maduro rompe siempre la unidad democrática, asociándose a Bildu. Autodefinición para quien quiera entenderlo.

Claro que también esa cohesión democrática frente al terror quebró muy pronto hace 20 años, ignorando la movilización social. El PP trató de capitalizar el trágico episodio y arruinó la imagen unitaria con el abucheo a Raimon. Izquierda Unida se escapó de inmediato y el PNV de Arzalluz, Anasagasti y Erkoreka puso rápidamente proa hacia el Pacto de Lizarra con los responsables políticos del crimen.

Era cuestión de mantener como fuera la hegemonía en Euskadi. El independentismo la está logrando ahora en Cataluña, con el apoyo de unas redes sociales en constante movilización. La vuelta al orden de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, es la mejor prueba de ello y el PSC parece aceptarlo. Un panorama de totalitarismo horizontal que nada tiene que ver con las reiteradas proclamas de democracia de Carles Puigdemont, y que desde sus inicios en 2012 el Gobierno de Mariano Rajoy ignoró con displicencia. Es la ley contra las masas, no los ciudadanos.

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