¿Virtud o anemia?
El Estatut de Cataluña sufre una avería de grandes proporciones que lo hace muy poco operativo
Maria Montessori, la gran pedagoga italiana que revolucionó la educación en la primera infancia, pensaba que la tarea de un maestro era impedir que los niños identificaran lo bueno con la inmovilidad y lo malo con la actividad. Seguramente el sistema Montessori no estaba muy desarrollado en Pontevedra a principios de los 60 y Mariano Rajoy no pudo beneficiarse de esas enseñanzas. Por lo menos, da la impresión de que el presidente se siente mucho más cómodo con la estrategia que Ryszard Kapuscinski identificó en sociedades muy poco desarrolladas y anémicas: la supervivencia se consigue expandiendo la menor energía posible.
Es verdad que ese estado de inmovilidad puede producir sus frutos. A Rajoy le permitió inexplicablemente tener paralizado al país durante casi un año, sin realizar el menor esfuerzo para negociar un pacto de gobernabilidad, y, sin embargo, acabar siendo investido para una segunda legislatura. Y le puede permitir ahora que los independentistas catalanes se ahoguen en su propia hiperactividad, descubriendo que las vías de hecho en una democracia son incompatibles con la legitimidad, y por tanto, incompatibles con cualquier atisbo de reconocimiento.
No está tampoco de más recordar que en Cataluña, como en toda España, existen los interventores, funcionarios cuya firma se exige para tramitar cualquier expediente económico, sea la compra de urnas, sea la impresión de papeletas, y que será muy difícil que alguno de ellos se arriesgue a firmar documentos que pueden acarrear su expulsión. Aunque siempre se puede pedir a organizaciones no gubernamentales que realicen esos cometidos, tiene razón Carles Puigdemont en intentar huir de ese ridículo y en pedir que sea un consejero, Oriol Junqueras, por ejemplo, quien se haga cargo de esos menesteres ilegales y de la responsabilidad que acarreen. Qué menos.
Volviendo a la inmovilidad como pretendida virtud, si los independentistas llegan a la razonable conclusión de que no es posible avanzar por la vía de los hechos, la situación no volverá al punto de partida, como quizás anhele Rajoy, porque por el camino ha quedado prácticamente invalidada, no la Constitución, desde luego, pero sí uno de los llamados elementos del llamado bloque de constitucionalidad, es decir el Estatuto de Autonomía de Cataluña. El Estatut podía ser considerado, o no, en su momento suficiente, pero en su situación actual sufre una avería de grandes proporciones, que le hace poco operativo. Primero, porque es un Estatuto peculiar que lleva incorporado un largo manual de instrucciones (la sentencia del Tribunal Constitucional). Y segundo, porque los independentistas, con su zafio manejo, han provocado en las protagonistas del Estatut, las instituciones catalanas, una anemia de caballo.
Es imposible saber el eventual resultado de unas nuevas elecciones autonómicas, pero el nuevo Parlament se dará de bruces con esa realidad. Puede quedar prácticamente inmovilizado, a la espera de que se lleve adelante una reforma constitucional de corte federal, que terminará llegando, pero que no será cuestión rápida, o puede promover una rapidísima reforma del Estatuto que pueda ser acompañada en el Parlamento español por una reforma de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas, para incluir algunas reclamaciones catalanas, como el principio de ordinalidad. El mecanismo que garantiza que una comunidad mantiene su posición en el ranking de generación de riqueza, una vez se haya producido la redistribución territorial de recursos, figura incluso en el programa del PP catalán.
Y si algún aspecto de esa reforma contradice algún artículo de la Constitución, quizás sea mucho más fácil modificarlo que esperar a incluirlo en un catálogo más amplio de reformas constitucionales. Montessori tenía razón. Identificar inmovilidad con lo bueno, le producirá quizás beneficios a Rajoy… pero solo a él.
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