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Columna
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La buena esposa

DOÑA ELENA FRANCIS (no antepongo el adjetivo “estimada”, en aras de la sinceridad, que también es una virtud), le escribo para contarle que aún perviven en nuestra sociedad algunos de los mantras que usted lanzaba desde las ondas. A fuerza de repetirlos con su proverbial insistencia calaron profundamente: el matrimonio es sagrado, la paciencia y la resignación son las mejores respuestas a las ofensas, es necesario no perder nunca la calma y, si es posible, mantener a la vez la sonrisa, que siempre embellece; aguantar la cruz de cada una, e incluso las de varios de los circundantes… Me reconocerá, a la luz de los nuevos tiempos, que se trataba de consignas muy desmotivadoras. Nada que ver con las actuales corrientes del pensamiento positivo.

Si he vuelto a escuchar su consultorio ha sido para recuperar la correspondencia de sus fieles y devotas oyentes para la escritura de mi novela.

Estas directrices destilaban el espíritu del nacional­catolicismo en su rigurosa posología de media hora cada tarde —menos los domingos, el día del preceptivo descanso—. Tras cotejar la similitud casi literal de estas exhortaciones suyas, he observado que las extrajo de uno de los best sellers de la dictadura, la Guía de la buena esposa, de Pilar Primo de Rivera, como usted sabe perfectamente, fundadora y dirigente de la Sección Femenina de Falange. Por si no lo tiene ahora mismo presente o al alcance, le refrescaré la memoria con este breve fragmento que he elegido porque me parece el culmen de la injerencia en la vida íntima de aquellas, que dicen que por su bien y porque era lo propio de su condición (y además estaban obligadas a ello), deseaban adquirir el título social de “la buena esposa”. Si estas mujeres además eran buenas madres, miel sobre hojuelas, expresado en estos términos tan dulces como el sabor de algunas de las recetas con las que para compensar tanta amargura aliñaba sus consejos radiofónicos. Pues bien, la mujer perfecta que los capitostes y capitostas del régimen querían diseñar, como si se tratara de trazar un figurín, tenía que atender, entre otras muchas cosas, a lo siguiente respecto a su marido. Y aquí la cita anunciada:

“Ponte en sus zapatos. No te quejes si llega tarde, si va a divertirse sin ti o si no llega en toda la noche. Trata de entender su mundo de compromisos y presiones, y su verdadera necesidad de estar relajado en casa”.

Quiero que sepa que si he vuelto a escuchar durante horas su consultorio ha sido con el único motivo de recuperar la correspondencia de sus fieles y devotas oyentes para la escritura de mi novela La huella de una carta. Quería dejar constancia de esto.

Antes de despedirme quiero decirle que son muchas las mujeres que hoy aún tienen instalada dentro de ellas la culpa, ese mecanismo que sirve para manejar a las personas desde su interior, porque son ellas mismas quienes se autocontrolan, sin necesidad de mayor represión externa.

Respecto a usted, señora, le diré también que le ha pasado como a los mitos: que, a pesar de que no existió nunca, permanecerá siempre.

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