Querida abuela
IMAGÍNATE UN JARDÍN: florido y soleado, frondoso, del tamaño adecuado. Uno incluso diría que “respetable”. La manera en que muchas personas se ven a sí mismas. Pero no tienes que cavar muy hondo para comprobar que todo esto no es lo que parece. A la primera palada, ya vemos que la tierra está mezclada con ramitas podridas, hojas secas, lombrices, piedras, babosas y todo tipo de cosas ocultas y secretas que temen la luz y que aman la oscuridad.
Mi memoria es tu tierra fértil. En cada página de mi escritura, en cada personaje, en cada diálogo estás tú: la abuelita divertida que a los 80 fumaba y conducía un Volkswagen Escarabajo, la hippy que se enrollaba gomas elásticas en las muñecas, la despistada que llevaba el reloj adelantado 15 minutos (y que siempre llegaba tarde), la cruel que hacía rabiar a los que encontraba más débiles, la que, para demostrar lo ágil y lo joven que se mantenía, se ponía a pata coja (“voy a hacer el elefante”, decías, “y ahora, con el dedo gordo en la nariz”).
Mi memoria es tu tierra fértil. En cada página de mi escritura, en cada personaje, en cada diálogo estás tú: la abuelita divertida.
En todas mis novelas están esos gestos, pero sobre todo el abono de tus cuentos, de tus conversaciones cargadas de sentido, de tus cartas cariñosas. Queda poca gente que converse y sobre todo que escuche como tú lo hacías. Te venía de lejos y para ello, como dicen en Galicia, tiñas moito xeito. Lo habías hecho toda tu vida, sobre todo de pequeña, en la aldea de tu padre, porque en una época sin televisión, ni radio, ni nada, había que hablar. Hablar, escuchar y también callar.
Al amor de la lareira cuyo fuego se alimentaba con tojo, las palmas enfrentadas a la llama, chisporroteaban las noticias, los rumores y los cuentos de un tiempo que ya pasó. Mientras se deshojaba el maíz, se asaban las castañas o se calcetaban jerséis, se contaban historias insólitas y maravillosas: una loba que entraba en la aldea para llevarse a los recién nacidos; una serpiente que mamaba de las ubres de una vaca o fabulosas historias de unas burras cargadas de alforjas repletas de monedas de oro.
Criada en esta tradición oral, aprendiste a transformar cualquier anécdota que vivías o que te contaban para luego regalárnosla a nosotros. Siempre pensé que ese don para levantar con cada cuento un lugar acogedor y para mantener la lumbre encendida era lo que te diferenciaba de las otras abuelas. Por ello, ya antes de que te fueras, empecé a anotar, a recorrer los lugares en donde habías vivido, a rescatar de tu recuerdo todas esas historias que de otro modo estarían abocadas a marcharse contigo. Ya por entonces, algunas tardes, descendía sobre ti una pesadumbre insólita que te abismaba en la nostalgia y el silencio. Sentada junto a la ventana, con un libro sin abrir en el regazo, quedabas envuelta en la mudez. “Dios se ha olvidado de mí”, decías a veces, al ver que tus amigas y todas las personas de tu generación habían fallecido.
¿Recuerdas a esa ancianita de 100 años a quien el cura se hartó de dar la extremaunción y un día le dijo “¡a morir, coño, que para eso estamos!”? Pues sigue viva. Como también el maestro de ferrado, el camión de Taragoña, el mecánico-dentista y todos los demás. Estos personajes aún habitan en mis novelas y me vinculan con todo lo que rodeaba tu vida que tanto me gusta: el sonido de las gaitas, el olor de la tierra húmeda, la lluvia, la ría, la niebla, el brezo.
Mi memoria está hecha de esos fulgores pero también de esas piedras, hojas secas, insectos, ramitas y de todo lo que quedó enterrado. Todos esos silencios me nutrieron como el mejor y el más rico de los abonos. Porque, tal vez, los secretos que todos escondemos son lo que mejor nos definen. Ahora me doy cuenta, querida abuela, que esa fascinación por la oscuridad fue lo que verdaderamente te hizo única.
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