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Columna
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República y Transición: una ecuación perversa

Javier Cercas

LA ECUACIÓN es la siguiente: quien está a favor de la II República está contra la Transición, y quien está a favor de la Transición está contra la II República. A esta ecuación se le asocian, de forma más o menos implícita, otras (quien está a favor de la II República, por ejemplo, es indudablemente de izquierdas, mientras que quien está a favor de la Transición es de derechas o sospechoso de serlo), pero esa es la esencia. Se trata de una ecuación del todo perversa. A pesar de ello, de un tiempo a esta parte parece enquistada en nuestra visión del pasado y es quizá la fuente de muchos de nuestros problemas de ahora mismo, porque ese pasado es una dimensión del presente sin la cual el presente está mutilado.

La II República fue el gran proyecto de modernización democrática de España durante la primera mitad del siglo XX.

La II República fue el gran proyecto de modernización democrática de España durante la primera mitad del siglo XX. ¿Que no era perfecto? Por supuesto que no. La democracia perfecta —me repito otra vez— no existe: la democracia perfecta es una dictadura; lo que define la democracia es que es infinitamente perfectible: que siempre se puede mejorar. Acaba de publicarse un libro donde Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa documentan que las últimas elecciones de la II República estuvieron dominadas por la violencia y que en algunas provincias se produjo un fraude; esto, que de hecho ya se sabía, ha autorizado a algunos a repetir que el golpe de Estado de 1936 estaba justificado. Es un disparate. ¿Hubiera estado justificado un golpe contra la democracia actual si hubiera ocurrido algo semejante en las elecciones de 1979? Claro que no: lo único que demuestra el libro mencionado es que la democracia de 1936 necesitaba mejorar mucho (como la de 1979, por cierto). Sea como sea, lo que hizo la Transición, en la práctica, fue recuperar el proyecto de democracia modernizadora conculcado por el golpe de 1936. Es verdad que la Transición se hizo de espaldas a la II República, sobre todo por dos razones: porque 40 años de propaganda franquista habían predispuesto a más de la mitad del país contra la II República, y porque se quiso aprender del pasado y no repetir los mismos errores cometidos por la II República (que los cometió, y graves). Sobra decir que la Transición fue imperfecta: tanto como la II República. Bueno, digamos la verdad: al fin y al cabo, aunque a algunos nos sigan conmoviendo los héroes y las víctimas de la II República, la verdad es mucho más importante que la emoción, y la verdad es que no hace falta ser tan optimistas como la Unidad de Inteligencia de The Economist —que incluía este año a España entre las 19 únicas democracias plenas del mundo, por delante de EE UU, Japón o Francia— para saber que la democracia actual es mucho mejor que la de la II República. ¿Que ésta es una monarquía y aquélla no? Y qué. En los años treinta el debate entre monarquía y república era un debate entre dictadura y democracia, pero en los años setenta no: como entendieron muy bien los comunistas, entonces monarquía y democracia no se oponían. Ahora tampoco, y por eso es mil veces preferible una monarquía como la noruega que una república como la siria.

Así que, en lo esencial, no hay oposición entre la II República y la Transición, y se puede o se debe estar a favor de ambas. Que esto no lo acepte la derecha lo entiendo; lo incomprensible es que no lo entienda la izquierda y que haya aún quien acuse de pusilánimes y domesticados a los viejos comunistas que, después de sufrir cárcel y torturas bajo el franquismo, hicieron la Transición: jóvenes tipo Alberto Garzón —que siempre han vivido en democracia gracias a los comunistas que se partieron la cara contra el franquismo— o viejos tipo Vicenç Navarro —que alardean de su antifranquismo pese a que los historiadores estarían encantados de que les contaran en qué consistió—. Dios santo, ¿cómo hemos podido comprar una mercancía políticamente tan averiada y moralmente tan abyecta como ésta? ¿En qué momento empezamos a considerar héroes a nuestros villanos y villanos a nuestros héroes? Lo diré con un título de Sergi Pàmies, hijo de uno de esos héroes de verdad, Gregorio López Raimundo: debería caérsenos la cara de vergüenza.

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