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Rose Hartman, toda una vida infiltrada en la zona vip

Rose Hartman, en un retrato de 2016.
Rose Hartman, en un retrato de 2016. Marsin Mogielski

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BASE DE repetirlo, Rose Hartman ha pulido el relato de la noche en la que tomó su foto más famosa: “Mick Jagger organizó una fiesta para el 32º cumpleaños de su esposa, Bianca. Ella llevaba un Halston increíble. Estaban invitados varios centenares de amigos. De repente, levanto la vista y veo un caballo blanco. Como una aparición. Cogí mi cámara y fui para allí. Mi retrato recorrió el mundo y hoy representa el espíritu de Studio 54”.

Había muchos fotógrafos esa noche y muchos retrataron el momento. Ninguno logró una composición tan icónica. Quién sabe si fue por su instinto o por sus métodos. Los que han trabajado con ella los describen en el documental The Incomparable Rose Hartman: “Usaba sus codos como dardos”; “¡El tamaño importa! Ella es pequeñita y podía driblar a todo el mundo y llegar a la primera fila”; “Nunca se rinde. Hasta el punto de que quieres estrangularla”. No son palabras que suelan escucharse en una pieza hecha a mayor gloria de un personaje. Pero tampoco Hartman, que lo produce y a quien apodan “el diablo de Tasmania”, tiene un perfil habitual. Desde los años setenta, ha estado en todas las fiestas en las que había que estar. Captó a Jerry Hall cotilleando con Andy Warhol, a Anna Wintour en una de las escasas fotos en las que se ríe, a una Grace Jones mayestática, a Jackie Kennedy y a su hijo John John, a Johnny Depp y Kate Moss en pleno beso cuando no había nadie tan bello y maldito como ellos, a Linda Evangelista y Kyle MacLachlan, a toda modelo que haya merecido el prefijo de “super” y a Donald Trump con sus esposas. Siempre en escasos segundos y desde muy cerca. Cazando la foto más favorecedora y brillante. Su misión es que los ricos y famosos parezcan más ricos, más famosos y más felices.

Bianca Jagger celebra su cumpleaños en Studio 54 en 1977.pulsa en la fotoBianca Jagger celebra su cumpleaños en Studio 54 en 1977.

Nada de todo eso parecía probable cuando nació hace 79 años en una familia judía del Lower East Side de Nueva York. El actor Mark Morales, antiguo amigo con quien compartió muchas noches en Studio 54, diagnostica: “Rose tiene un instinto fiero para estar siempre al lado de la persona más importante que haya en una habitación. Veo en ella lo mismo que en mí, una mujer que tenía que labrarse un camino más allá de su barrio. Por eso ­escogió la fotografía de moda, porque deseaba pertenecer a ese ­mundo de una manera hambrienta, desesperada”.

“Me da la risa cuando oigo que alguien quiere replicar Studio 54. Aquello no volverá, a menos que clonen a Capote, a Warhol…”.

En cierto modo, Hartman es el reverso de Bill Cunningham, su contemporáneo en la fotografía de sociedad, fallecido el año pasado. Cunningham, que trabajó hasta su último día de vida para The New York Times, se movía por la ciudad en bicicleta y jamás aceptó ni una galleta salada en los eventos que cubría. Hartman, en cambio, no oculta su fascinación por el círculo social al que le dejan asomarse. “Me permite tener una vida que nunca hubiera podido llevar de haber seguido como profesora de inglés en un instituto. Nunca he querido estar con gente normal porque me aburro mucho”, cuenta por teléfono. ¿Y no resultan también aburridos a veces los poderosos? “Oh, desde luego, son rígidos y cerrados, y solo se sienten cómodos en los confines de su propia clase. Pero hablo de la gente interesante de verdad. El año pasado estuve en un club privado, el Omar’s. De repente, me encontré hablando con Salman Rushdie, porque su novia salió a fumar. Para mí eso es excitante. Charlar con Richard Branson, Debbie Harry, Ralph Lauren… No me invitan a sus casas a tomar el té, pero me dan conversación”.

De niña, devoraba la revista Vogue. “No tenía dinero para comprar la ropa, pero me encantaba ver los retratos”. En 1976, mientras aún ejercía como profesora, tuvo la primera oportunidad de acercarse a la alta sociedad cuando le encargaron fotografiar la boda de Joan Heming­way, nieta del autor de El viejo y el mar. “La revista me pagó 150 dólares y pensé: ‘Esto es maravilloso”. Había encontrado su vocación.

Luis Gómez-Acebo, duque de Badajoz, y Naty Abascal en 1985. En la segunda foto, Ivana y Donald Trump, en la gala del MET en 1984.

Su libro Birds of Paradise (1980) ofreció exactamente lo que prometía en el subtítulo, “un retrato íntimo del mundo de la moda de Nueva York”. Ahí estaban los diseñadores Halston, Donna Karan, Calvin Klein, Tommy Hilfiger y Betsey Johnson, los bookers y las agencias de modelos en un momento en que facturar lujo desde un lugar que no fuese París o Milán todavía parecía algo osado. Más tarde la fotógrafa también estaría allí para documentar el boom de las supermodelos. “Cindy. Naomi. Stephanie Seymour. Sabían divertirse y valían cada dólar que se pagaba por ellas. Las de ahora parecen drogadas, no saben caminar”.

Últimamente solo acude a los desfiles de Carolina Herrera. Todo lo demás le aburre y confunde. Y le ocurre algo parecido con las fiestas. Aunque sigue acudiendo a algunas galas con su pequeña Lumix en el bolsillo. Su habilidad para enterarse dónde se celebran y colarse en ellas es prodigiosa, coinciden sus amigos y rivales. “Sigue habiendo gente interesante. Pero me da la risa cada vez que oigo que alguien quiere ­replicar Studio 54. Aquello no volverá. A no ser que clonen a Truman Capote, a Andy Warhol, a Diane von Furstenberg cuando era joven y fabulosa…”.

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