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Columna
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La Geografía del Miedo

Manuel Rivas

HABRÍA que estudiar en las escuelas la Geografía del Miedo. La selva, el gran bosque, ha sido durante mucho tiempo el lugar del temor, donde eran abandonados o se perdían nuestros personajes infantiles más célebres, desde Blancanieves hasta Hänsel y Gretel. Y nosotros con ellos. Ahora sabemos que el miedo de verdad no radica en el bosque umbrío, sino en el hecho de ser abandonados, dejados a merced del terror. Y para muchas mujeres y niños, el lugar más pavoroso es la propia casa, cuando es dominada por un déspota maltratador y criminal. Para frenar este terrorismo en serie no hay medidas de excepción. ¿Por qué la Audiencia Nacional, creada para juzgar terrorismos, no entiende de feminicidios? Las autoridades guardan un minuto de silencio, se lamentan y remiten a un teléfono de socorro que todavía no está claro si deja o no huella. La selva, lo que queda de selva, puede ser más segura que una urbanización. Ghillean Prance, científico y legendario explorador, director durante décadas del proyecto Flora Amazónica, lo cuenta con humor: “La gente tiende a pensar que la selva es un lugar muy peligroso (…) cuando en realidad el peor accidente que he sufrido ocurrió cuando me rompí el tendón de Aquiles bailando samba”.

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De vez en cuando me invitan de un colegio o instituto para hablar de literatura. Antes me daba pereza, ahora voy con una cierta alegría.

Para lugares seguros, las bibliotecas públicas. El primer espacio de esperanza en la selva de asfalto. En cualquier gran ciudad, la biblioteca quintuplica el número de carnets de socios del mayor club de fútbol. Todos los días pasan cosas, pero no hay ninguna noticia de bibliotecas en los medios de comunicación. Allí conviven todas las generaciones, los géneros, las tribus urbanas. En ese espacio común no hay separadores ni separatistas. Es un lugar de encuentro, donde todos somos iguales. Es un lugar presencial, pero también íntimo, donde vivir la felicidad clandestina de abrir lo desconocido. Hay dos obras muy queridas, leídas con felicidad clandestina, que podrían estar escritas en tinta invisible y que llevan esa marca en el título: Paradero desconocido, de Kressmann Taylor, y Carta de una desconocida, de Stefan Zweig. En Barcelona, hablando de abrir pasos en lo desconocido, Elisenda Figueras, que fue bibliotecaria, me cuenta que muchos inmigrantes sin papeles, el primer “pasaporte” que obtienen es el carnet de una biblioteca. Haroldo Conti llevaba siempre consigo un certificado de náufrago. Asesinado por la dictadura en Argentina, su literatura, genial y náufraga, habita hoy en lo desconocido. El carnet de biblioteca o el certificado de náufrago, he ahí documentos de identidad universal. Deberían servir de salvoconductos planetarios.

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De vez en cuando me invitan de un colegio o instituto para hablar de literatura. Antes me daba pereza, ahora voy con una cierta alegría. Por lo que pueda compartir y por lo que aprendo. De mayor, me gustaría ser estudiante. Y a los estudiantes la estupefaciente política educativa les está substrayendo los saberes humanísticos, empezando por la literatura y la filosofía. Quizás como compensación, la gente joven quiere participar, pregunta muchísimo. Recuerdo mi primera escuela, donde el maestro era un déspota bastante histérico, como suelen ser los déspotas. Allí no había lugar a preguntas por nuestra parte. Preguntaba el maestro reforzando la pregunta con la elocuencia de la vara. Pero un día se le ocurrió preguntarnos que qué queríamos ser de mayores y fue tal el silencio que quedó desconcertado. Pero siempre, siempre, hay un valiente. Y fue Antonio, El Rubio, el que gritó desde el fondo del aula: “¡Queremos ser emigrantes!”. Y ya no hubo más preguntas. Ahora encuentras en los colegios una agitación positiva de chicas y chicos preguntando. Y con esa señal inequívoca de libertad que es el humor. El otro día, hablando de “la boca de literatura”, un chico que parecía muy tímido levantó el último la mano y preguntó: “¿A ti te gustan las alcachofas?”.

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Hablando de preguntas. Al final de un coloquio en el que participaban voces de lo que se da en llamar “nueva política”, un viejo libertario que se parecía a Beckett pidió la palabra y dijo: “Compañeros, estáis cometiendo los errores equivocados”.

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