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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cary Grant llevaba sombrero solo cuando quería

Cuando se gastan 21.747 euros en cambiar muñecos, aunque sea con la mejor intención, hay que pensar antes en los lugares donde se carece de semáforos

Vicente G. Olaya
G3online

En los años cuarenta del siglo pasado, un comerciante de la madrileña calle de la Montera hizo fortuna con un sorprendente y sencillo eslogan: “Los rojos no usaban sombrero”. El anuncio caló y los clientes se agolparon a las puertas de su tienda para adquirir la distinguida prenda varonil. Embutir la cabeza en un chapeo de fieltro por las calles de la capital significaba pertenecer a la Patria victoriosa y decente, nada que ver con la derrotada y antiespañola República, repleta de comunistas, masones, anarquistas o matacuras. Sin embargo, el mensaje del avispado vendedor contenía un grave error: los rojos también se cubrían la cabeza cuando tenían frío, les llamaban a filas o, simplemente, les apetecía: de Azaña a Machado, pasando por Líster o El campesino.

En las antiguas señales de ceda el paso, se representaba siempre a los ciudadanos que deseaban cambiar de acera con la figura de un hombre tapado con sombrero, traje de chaqueta y zapatos de tafilete. Una especie de Cary Grant (gay, por cierto), atravesando un paso de peatones. Hoy en día, la figura se ha estilizado, el bombín ha pasado a mejor vida y las piernas no son más que un tubo romo. Hasta ahora se desconocía el sexo de la silueta, pero a raíz de la última iniciativa de la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, debía de ser heterosexual y estar en contra del movimiento LGTBi. El proyecto del Ayuntamiento de Madrid de instalar 288 semáforos en 72 cruces con figuras del mismo sexo para luchar contra la homofobia puede ser loable pero, como en el caso del sombrerero de Montera, oculta un mensaje falso: ni todas las mujeres se peinan con coleta ni todas se visten con faldas, tal y como se las representa en la nueva señalética municipal.

Cuando se lucha contra la homofobia mediante señales “intrusivas” (vocablo, por cierto, que la Real Academia de la Lengua desconoce) en una sociedad homófoba, no se pueden cometer esos errores. Algunos de los asistentes a la presentación oficial de los nuevos semáforos aseguraron que deseaban que estos muñecos fueran el “nuevo icono de Madrid”. Ignoraban que el recientemente fallecido David Delfín diseñaba faldas para hombres, que muchos de sus modelos tenían barba y que numerosas mujeres rechazan las sayas y odian los moños.

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Quizás es porque ya somos algo más diversos, y un asexuado monigote (al que nadie le ha preguntado nunca por sus preferencias) simboliza mejor a la ciudadanía que dos mujeres dándose la mano, porque dejan fuera de su representación a los varones con barriga, los ancianos con bastón, los que portan turbante o las féminas que se rapan el pelo y se encajan unos tejanos ajustados.

Cuando se gastan 21.747 euros en cambiar muñecos, aunque sea con la mejor intención, hay que pensar antes en los lugares donde se carece de semáforos. Los vecinos lo esperan, mientras observan con envidia las calles que sí disponen de ellos, aunque incluyan la representación de un hombre o de una mujer, y desconozcan sus tendencias sexuales. Ni les importa.

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Sobre la firma

Vicente G. Olaya
Redactor de EL PAÍS especializado en Arqueología, Patrimonio Cultural e Historia. Ha desarrollado su carrera profesional en Antena 3, RNE, Cadena SER, Onda Madrid y EL PAÍS. Es licenciado en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo.

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