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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Reivindicación de Bram Stoker y de su vampiro

Si Irlanda cuenta con escritores de la talla de Swift, Wilde, Maturin, el autor de Drácula Yeats ¿por qué la única hornacina que ilumina siempre la intelligentsia irlandesa es la de James Joyce?

Jesús Mota

Quizá Drácula, de Bram Stoker, no sea “la novela más bella que se ha escrito jamás”, como exageró Oscar Wilde; pero sí es un horror tale construido con un talento literario de primera magnitud, sombrío y de unas implicaciones expresivas tales que se han extendido por todo el siglo XX y lo que va de XXI. Drácula encumbra el personaje del vampiro como sustancia literaria y estética de la que se pueden ir colgando perchas analíticas, simbólicas y sociológicas a voluntad. Drácula se publicó en 1.897; su autor, un dublinés inválido en la infancia —no pudo andar hasta los siete años—, aceptó ser el fiel agente durante casi toda su vida del actor Henry Irving. Como buen victoriano, Stoker tuvo una singular afición por el ocultismo y por lo numinoso; y ese impulso es el que le puso en contacto con los no muertos de la tradición balcánica.

De Drácula se pueden extraer vastas consideraciones sociales, filosóficas y sentimentales: la inmortalidad animal, la identificación de lo monstruoso con la pestilencia, el poder hipnótico y avasallador de la sangre, la sexualidad irrefrenable que asaltó las paredes victorianas, el poder omnímodo de la seducción —es muy poderosa la imagen del conde alimentándose de la sangre de su víctima mientras acaricia su cabello—, la identificación entre sangre y sexo o la tenacidad del orden —representado por el médico Van Helsing— para perseguir lo monstruoso incomprensible. Todas estas percepciones y algunas más irrumpieron inconteniblemente con Drácula y han alimentado desde entonces 160 películas y, al menos, dos cumbres de la cultura visual contemporánea: Nosferatu de Murnau y Drácula de Terence Fisher.

Pero para un lector ingenuo el libro es sobre todo un descenso absorbente y melódico al terror, rtimado por una destreza técnica excepcional. Quien lo lee va recibiendo las dosis justas de inquietud (desde el encuentro inicial entre Jonathan Harker y el Conde con la frase “Entre libremente y por su propia voluntad”, reflejo de la imposibilidad del diablo de pactar con quien no quiere hacerlo) hasta la muerte final del destructor de almas y cuerpos. Un depurado sistema de relaciones epistolares y diarios obsesivos acumulan pequeños detalles hasta destilar el horror. Las cartas de Harker y su desasosiego creciente, la aparición de las strigoaicas, el diario de Mina que relata la destrucción de Lucy Westenra o la composición asfixiante de la pesadilla del Démeter, el barco que parte desde Varna con un cargamento de ataúdes con tierra válaca y acaba naufragando en Whitby, después de que sus tripulantes vayan desapareciendo poco a poco entre el pánico de los supervivientes, constituyen las mejores páginas de la literatura fantástica compuestas hasta la fecha.

Bram Stoker merece respeto; está por encima de otros escritores finchados. Por cierto, si Irlanda cuenta con escritores de la talla de Swift, Wilde, Maturin o Yeats, ¿por qué la única hornacina que ilumina siempre la intelligentsia irlandesa es la de James Joyce, ese escritor cuya única virtud (digámoslo así) fue, según Juan Benet, la de sustituir un “sistema de ideas” por un “juego de palabras”?

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