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MIRADOR
Columna
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Noriega

Si hubiera conseguido resistir la invasión del ejército norteamericano, habría sido un auténtico emperador de las drogas

Jorge M. Reverte

A Manuel Antonio Noriega le tumbaron los norteamericanos, los mismos que hasta entonces le habían apoyado mientras les fue útil. Noriega estaba ya, cuando George Bush dio la orden de bombardear Ciudad de Panamá, del lado de los narcos colombianos. Eso no era tolerable, porque Panamá está bien situada tanto en los caminos físicos de la zona como en los espirituales: el Canal es clave para el comercio mundial, y los rascacielos (qué palabra tan anacrónica y hermosa) de la capital dan cobijo a miles de millones de dólares fuera de control de las autoridades fiscales de medio mundo.

El ejército yanqui se empleó a modo bombardeando el barrio de El Chorrillo, donde habitaban los más humildes de los panameños, aquellos que todavía apoyaban a Noriega. El general era el sucesor de otro militar, Omar Torrijos, un nacionalista que había recuperado a base de astucia y de valor el canal para la soberanía panameña.

Torrijos no tenía una ideología clara. Era en realidad un populista, aunque había estado acompañado a lo largo de su historia por guerrilleros de la estirpe guevarista y cubana. Pero era un populista con la bodega de su casa llena de botellas de vino francés, y que usaba su avioneta presidencial para trajines sexuales que eran muy celebrados por sus subordinados.

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Cuando Torrijos se mató a bordo de su avioneta, la llamada revolución panameña tuvo que optar entre convertirse en una democracia o en una dictadura. Noriega escogió lo segundo, y para ello tuvo que decapitar a quienes se lo reprochaban, como Hugo Spadafora, el militar americano más parecido al Ché Guevara. Lo de decapitar no es retórica, sino lo que hicieron los esbirros de Noriega con su rival.

El día en que Bush mandó bombardear El Chorrillo, el fotógrafo Juantxu Rodríguez encontró la muerte a la puerta del Marriot, ante los horrorizados ojos de Maruja Torres, mientras hacían un reportaje para este periódico. El ejército norteamericano arrasó el barrio de casas de madera, y mató a centenares de sus habitantes, partidarios del torrijismo.

Noriega tuvo que entregarse a sus enemigos, y pasó desde entonces, más de veintisiete años en la cárcel, en Estados Unidos, en Francia y en su país. Era una especie de Nicolás Maduro pero con un país muy pequeño, y si hubiera conseguido resistir la invasión, habría sido un auténtico emperador de las drogas.

Noriega, en realidad, había comenzado a cavar su tumba cuando decidió que Spadafora no la tuviera. Su cabeza nunca apareció. La de Noriega, sí. Devastada por un tumor cerebral. Un mal tipo.

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